26 de octubre de 2025
Liliana Massara nació en Frías, Santiago del Estero, y vive en San Miguel de Tucumán. Profesora y doctora en Letras por la Universidad Nacional de Tucumán, dirige la revista digital Confabulaciones, en la UNT. Compiló estudios sobre literatura argentina del Noroeste en Narrar la Argentina (dos volúmenes, 2016 y 2020) y publicó también Escrituras del yo en color sepia (ensayos, 2013) y Cuadernos de Penélope (microrrelatos, 2021).

El ciruelo rojo
El espacio aterciopelado de rojo ciruela acompaña el ritmo de mi caballo negro de largas crines, paseador por la alfombra verdosa en las mañanas tempraneras. Detiene por momentos su trote antes de iniciar su galope cotidiano, mastica restos frutales picoteados por los pájaros; hociquea las ramas y arremete con las ciruelas aún verdosas, insistiendo derribarlas para satisfacer su glotonería. Yo lo dejo hacer. Estoy atenta para que no hostigue las plantas que elige. Me enojan esas acciones.
Durante el paseo, mi mirada se detiene cada día en ese ciruelo solitario que me regala su estampa rojiza. La tentación más roja está muy alta; mi apetencia crece; podría saciarme como el animal con las que maduran y caen, pero quiero alcanzar esa, la de la última rama; podría subir desde el lomo del caballo, pero no, aunque resulte más peligroso, prefiero trepar y recogerla con mis manos, refulgentes con la luz del verano, atraparla y llenar mi boca, gozando su pulpa roja, saboreando internamente el deseo cumplido.
Ese manzano de flor
Era una delicia correr y sentarse bajo los árboles del patio de la escuela. Cristina cursaba cuarto grado, turno tarde. Los fines de semana solo compartía el patio de baldosas de su familia, sin esos árboles inminentes y sin la voz del conserje retumbando en sus oídos el fin del recreo. Recordaba ese manzano con sus flores, delicia para sus ojos niños. A veces escapaba sin avisar a su madre, y visitaba al solitario manzano que la esperaba detrás del portón que conseguía abrir con audacia.
El abrazo era mágico. El diálogo secreto acusaba a esa maestra de su torpeza y de su atención esquiva con ella. Cristina necesitaba la templanza de una suave voz, no la encontraba, por eso siempre se acercaba al manzano que, además, le ofrecía la tentación de su fruto verde enrojecido, sin embargo sus ojos admiraban todo en él; su postura endeble no permitía deslucir su belleza cubierta de flores o de frutas. Apresaba el instante hasta que debía abandonarlo y regresar a su casa. Llevaba el aroma en la memoria y no importaban las observaciones y reproches de su mamá.
Una siesta escolar descubrió algo diferente, el lugar transformado. El primer recreo le pareció eterno en su cuerpo. El árbol ya no estaba en su sitio. De la cocina de la escuela salía una envolvente fragancia a jalea de manzanas.
Melisa, asustada
La siesta santiagueña le hace guiños al calor desaforado. Melisa termina de barrer el patio y se sienta en una hamaca hogareña mirando cómo palpita el mundo. La belleza vegetal admite el fuego injusto del sol quemando sus hojas; los pastos ya no transpiran, han perdido su capacidad de cuidar la tierra desde donde brotan. Es la pequeña vida que se repite cada mañana en los días hostiles de verano; la naturaleza está excedida, desenamora, y ella se agobia, se asusta. Destiempos que confrontan; en la niñez corría desafiante con los pies a la intemperie sin temor a los abejorros que llamaban las flores silvestres, pero ahora sus ojos, temerosos, han comenzado a mirar cómo la tierra se quiebra de sed.
Las charatas son una señal del campo amanecido. Dejan sus telegramas anticipando el destino obstinado que viene llegando.
Es ya la noche, Melisa se esconde bajo las sábanas. Un remolino de calor la empuja, nocturna a recorrer su huerto vegetal. Afuera, comienzan a ladrar abruptamente los perros, anunciando un pavor ancestral, mientras el cacuy asienta su cuerpo en las estrías que deja la luna entre los árboles cuando una sombra imperceptible ingresa a la habitación de su madre.
Maniobra de los sueños
En el misterioso deambular de las noches, su manera de acceder a historias propias es alucinante e imperfecta a la vez. Los cruces de los hechos suelen ser ininteligibles en esa proximidad fragorosa del cuerpo con el tiempo porque se dibujan extraños en el concierto irreal de las voces nocturnas.
Estira los brazos en la soledad de las sábanas, se sumerge en una dimensión incalculable. Deliran los átomos de la piel, pero se desvanecen en una vacuidad incomprensible. Cuando todo parece real en la frontera de los sueños, la línea divisoria se vuelve opaca y deja de ser equidistante.
