Historia | ANIVERSARIOS

Agustín Tosco, un faro en la tormenta

Tiempo de lectura: ...
Federico Lorenz

Sindicalista, trabajador, principal artífice del Cordobazo, vivió y luchó con los pies en la fábrica y la mirada en la transformación social. A 50 años de su muerte en la clandestinidad, su legado interpela al presente.

La imagen es desgarradora y, a la vez, potente. Un ataúd de madera sencillo, seguido por una marea humana que inunda las calles de Córdoba. No es el funeral de un estadista o un artista consagrado, sino el de un dirigente sindical perseguido, muerto en la clandestinidad. Era el 5 de noviembre de 1975, y Argentina se desangraba en la antesala del terror absoluto. Quien yacía en ese cajón era Agustín Tosco, «el Gringo», un hombre cuya vida y cuya muerte actuaron como un espejo implacable para su tiempo. Un espejo que reflejaba la dignidad resistente frente a la barbarie.

Para entender la magnitud de ese sepelio, donde miles desafiaron el miedo para despedir a su líder, hay que remontarse a lo que Tosco representaba. No era un burócrata sindical. Era un obrero de Luz y Fuerza, formado en la lectura voraz y el pensamiento crítico, que concebía el sindicalismo no como un trampolín de poder, sino como una trinchera de liberación. Su característica principal era la coherencia, un atributo tan raro como peligroso. Rechazaba el verticalismo. Era, en esencia, un socialista democrático y antiburocrático, un «hereje» que creía en la democracia de base, en la asamblea como órgano soberano y en la unidad de la clase trabajadora por encima de las banderías políticas.

Esta concepción encontró su cénit en el Cordobazo, aquella insurrección popular de mayo de 1969 que cambió para siempre la historia argentina. Tosco no fue su único artífice, pero sí su rostro más lúcido y su voz más potente. Mientras la dictadura de Onganía creía haber domesticado al país, Córdoba, con su potentísimo movimiento obrero y estudiantil, hizo añicos ese espejismo. Desde el Sindicato de Luz y Fuerza, Tosco, junto a dirigentes como Elpidio Torres (Smata) y Atilio López (UTA), coordinó una estrategia que transformó una huelga general en un estallido social. En las barricadas humeantes, Tosco no era un comandante de escritorio; era un orador que explicaba, que daba sentido político a la rabia. El Cordobazo no fue solo un golpe a la dictadura; fue la demostración práctica de su idea fuerza: la acción directa y la unidad obrero-estudiantil como motor del cambio. Por esa osadía, la represión lo encarceló. 

Plan de fuga
En la cárcel de Rawson, en 1972, su integridad volvió a ser puesta a prueba. Junto a otros presos políticos, planificó una fuga. El plan, sin embargo, fracasó para la mayoría. Lo que sucedió después es una lección de ética revolucionaria. Sus compañeros le ofrecieron la chance de escapar, de ser el único en lograrlo. Tosco se negó. Su razonamiento fue simple: no había sido capturado, por lo que huir significaba abandonar a sus compañeros a su suerte, convertirse en un prófugo individual en un proyecto colectivo. Eligió compartir el encierro y la suerte del grupo. Esa decisión, en un contexto de vida o muerte, define al hombre: la lealtad a su clase no era una consigna, era un acto.

La Argentina que encontró al salir de prisión era una caldera a punto de estallar. El Gobierno peronista, ya bajo la presidencia de Isabel Martínez y la sombra siniestra de López Rega, tenía a los sectores combativos en la mira. El famoso debate televisivo con el símbolo de la burocracia sindical, José Ignacio Rucci, es un abecé del clasismo. En un país donde la Triple A desplegó su caza de brujas, Tosco, símbolo de la resistencia clasista y antiburocrática, era un objetivo prioritario. Forzado a la clandestinidad, en una provincia intervenida, vivió sus últimos meses como un fugitivo en su propia tierra. Acosado, enfermo, vio cómo el terror se cerraba sobre él. Una encefalitis imposible de tratar sin ir a un hospital lo llevó a la muerte el 5 de noviembre de 1975. Tenía 45 años.

Su muerte en las sombras pretendía ser su derrota final, la aniquilación física y simbólica; pero ocurrió lo impensable. La noticia corrió como un reguero de pólvora. Y ese día, en Córdoba, la gente salió. Miles y miles de personas, trabajadores, estudiantes, amas de casa, conformaron un cortejo fúnebre que era, en sí mismo, un acto de desobediencia masiva. Coreaban su nombre, levantaban el puño, convertían el dolor en protesta. Los balearon en el cementerio, y tuvieron que cubrirse entre las lápidas. Fue la última gran manifestación popular antes del golpe de 1976, un destello de luz en la creciente oscuridad. 

Agustín Tosco no fue un mártir ingenuo ni un revolucionario de salón. Fue un estratega con los pies en la fábrica y la mirada en la transformación social. Su legado es incómodo, porque interpela a un sindicalismo cómodo y cuestiona las prácticas políticas basadas en la conveniencia. Murió perseguido y pobre, sin concesiones. Su sepelio multitudinario no fue solo un homenaje, fue la confirmación de que, incluso en los momentos más ferozmente individualistas que impone el terror, la memoria colectiva y la dignidad pueden, por un instante, ganar la calle y vencer al miedo.

En esta época de feroces críticas al sindicalismo en su conjunto, de desmovilización e individualismo, la historia de Tosco es un contraejemplo necesario.

Estás leyendo:

Historia ANIVERSARIOS

Agustín Tosco, un faro en la tormenta

Dejar un comentario

Tenés que estar identificado para dejar un comentario.