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Analía Melgar

La gaviota
Autor: Antón Chéjov
Director: Rubén Szuchmacher
Intérpretes: M. Santa Ana, J. Cottet, C. Kopelioff, D. Cremonesi, V. Villamil
Sala: Teatro San Martín

Destacada. Santa Ana es Irina, uno de los roles consagratorios de su carrera.

Foto: Carlos Furman

Frente a las diversas lecturas y posibles modos de producción de un clásico, La gaviota de Antón Chéjov según Rubén Szuchmacher, practica la sugerencia, la condensación, la elegancia, la exquisitez, como estrategias para realzar la inteligencia, la ironía y la sutileza intelectual que están en el texto. Los nombres de los personajes (como Irina Nikolaievna Arkadina, Konstantin Gavrilovich Triéplev), sus hábitos (inhalar rapé, pasar el verano en una casa de campo o saber que «la harina está a 70 kopeks el pud») y las referencias culturales en los diálogos (La Ondina, ópera de Aleksandr Serguéievich Dargomyzhski, entre tantas) retratan, en la famosa obra estrenada en 1895, el universo de la burguesía acomodada en la Rusia de fines del siglo XIX.

Sin embargo, Szuchmacher no hace una reconstrucción histórica ni cancela esa ubicación en tiempo y espacio. En la puesta en escena en el Teatro San Martín, aquella Rusia está y no está a la vez. La traducción no cae en una jerga rioplatense ni tampoco omite los precios expresados en rublos. Jorge Ferrari propone un mobiliario reducido a bancos y alguna pequeña mesa, junto a objetos dramatúrgicamente necesarios como el cadáver del ave que da título a la pieza o la silla de ruedas del anciano Piotr Nikoláievich Sorin. La escenografía consiste en inmensos paneles que sugieren la silueta de un bosque o el empapelado de una habitación, todo subrayado con los climas lumínicos creados por Gonzalo Córdova. El lujo está en el vestuario, que se acerca a cierta mímesis de época, sin perder flexibilidad y liviandad contemporáneas; y que va modificando la paleta, conforme la obra se vuelve más lúgubre.

El otro gran lujo, el principal acaso, son las actuaciones. Muriel Santa Ana es Irina, en el que podría ser uno de los roles consagratorios de su carrera. Su presencia contundente, en el papel de una laureada actriz que ve surgir nuevas generaciones y desafía el edadismo, sobrelleva su fragilidad e inseguridad, al tiempo que no advierte la crueldad que aplica sobre su hijo Kostia, un incipiente dramaturgo al que desprecia y con el que compite. Kostia es encarnado por Juan Cottet, uno de los jóvenes intérpretes seleccionados por el director. Entre ellos también están Carolina Kopelloff (Nina), Carolina Saade (Masha) y Diego Sánchez White (Medvedienko), cuyas participaciones se integran plenamente a la trayectoria acumulada de otra parte del elenco: Vando Villamil, Diego Cremonesi, María Inés Sancerni y Pablo Caramelo.

La gaviota ha sido leída y presentada, en ocasiones, como un drama de miserias afectivas en una clase acomodada disconforme con la vida. Su regodeo en el patetismo habilita a una sonrisa frente a esos personajes lúcidos pero quejosos, pretenciosos. Hay dos actrices, dos escritores, un médico, un administrador. En las conversaciones, la relación entre arte y vida aparece permanentemente. Discuten sobre tradición y vanguardia –«hacen falta nuevas formas», dice Triéplev–, entre la actuación declamatoria, la aspiración realista y el simbolismo; su cotidianeidad está llena de Hamlet, La dama de las camelias, Maupassant, Turgueniev y Tolstói.

Parece que transitaran cada día como actores de su propia vida. Nina, por ejemplo, que aspira a consagrarse como actriz, reinterpreta textos según se siente en diferentes etapas de su existencia. Ante una realidad que resulta dolorosa o insatisfactoria, cada quien fuga hacia escapes que puedan darle sentido –escribir, actuar, tocar el piano, salir a pescar, leer literatura– y lograr reconocimiento de los afectos y fama pública. Todo lo hacen dentro de un espacio en el que literalmente hay un teatro adentro del teatro. Así, la propuesta de Szuchmacher realza el artificio que es toda creación artística y lo multiplica, en estos queribles personajes, que buscan un papel con el que poder transitar la desazón existencial que los habita.

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