A pesar de haber sufrido un brutal aumento en las tarifas de servicios públicos, la cooperativa de trabajo dedicada a la fabricación de grisines sigue produciendo a todo motor en el barrio porteño de Chacarita. Desde allí, distribuye a todo el país.
25 de julio de 2018
Empuje colectivo. Desde su planta, Grissinópoli despacha 1.000 cajas de grisines por día.
Los vecinos de Charlone 55, en el barrio porteño de Chacarita, se despiertan desde 1962 con el aroma de la harina cociéndose en los hornos de la planta de Grissinópoli, donde las y los trabajadores sostienen un emprendimiento que en 2002, ante la crisis económica y social, estuvo a punto de cerrar. Sin embargo, gracias a la lucha, nació la cooperativa La Nueva Esperanza.
«Ya hacía tiempo que venían sin pagarnos los sueldos, nos juntábamos en este lugar esperando que nos dieran algo, pero no. Nos decían que la empresa estaba mal, entonces le ofrecimos al dueño trabajar 12 horas y cobrar 8. Tampoco sucedió. Un día, un compañero, que hoy es el tesorero de la cooperativa, se reunió en una esquina con el resto de los compañeros, y ahí se decidió hacer huelga en los puestos de trabajo hasta regularizar la situación. Se empezaron a armar grupos para quedarse en la fábrica. El dueño nos decía que nos fuéramos tranquilos, que al otro día nadie nos iba a impedir que entráramos. Pero teníamos un presentimiento, entonces dijimos: “No, si no hay problema con que nos quedemos, nos quedamos”», cuenta Ivana Agüero, presidenta de la cooperativa, con 41 años de trabajo en la fábrica.
La toma de la entonces Grisines Savio S.A. se extendió hasta noviembre del mismo año, cuando salió la ley de expropiación provisoria. En 2004 la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires sancionó la expropiación definitiva.
«Al principio teníamos poco trabajo, porque todos los clientes se habían perdido. Ahí es cuando muy pacientemente volvimos a llamar a cada uno, también a los proveedores. Las deudas eran infinitas, no había molino, no había materia prima. Con una bolsita de harina de 50 kilos, empezamos a hacer pan y vender; pero para arrancar la producción de grisines, no teníamos nada. Una asamblea de vecinos nos prestó dinero y fue la primera vez que hicimos solos una producción, muy chiquita. Devolvimos ese dinero y arrancamos», cuenta la presidenta.
Proyección nacional
Hoy, con 16 años de cooperativismo, La Nueva Esperanza –integrada por 10 asociados y 40 colaboradores– despacha diariamente alrededor de 1.000 cajas de 12 paquetes de grisines de 180 gramos cada una y cubre todo el territorio nacional. De ese modo, logra sostenerse pese al brutal aumento de tarifas de los servicios públicos. «Acá, por ejemplo, de pagar 40.000 pesos de gas, pasamos a pagar 104.000 pesos, otro tanto de luz, de agua. La producción puede llegar a ser la misma, lo que sí ha bajado es que el cliente antes venía y compraba un volumen de mercadería y hoy compra menos o le tenemos que fiar».
En la experiencia de La Nueva Esperanza, cooperativismo significa poner el cuerpo, colaborar, discutir y decidir autónomamente. Agüero, después de tantos años, sintetiza sus sentimientos y marca la diferencia con respecto a la empresa gestionada por dueños: «Antes pasábamos meses sin ver al dueño de la fábrica; la sociedad venía una vez por mes a reunirse, a ver la ganancia y nada más. El cooperativismo, en cambio, ensambla mucho a la gente. Nosotros en las reuniones empezamos a hablar temas de la cooperativa, saltamos a temas de política y terminamos hablando cuestiones personales, a dónde nos vamos de vacaciones, compañeros que cuentan “vos sabés que pude terminar el techo” –resume la presidenta–. Eso es lo que tiene la cooperativa: la persona que trabaja y la persona que dirige no están tan lejos entre sí».