De cerca | FICCIÓN Y REALIDAD

«La literatura nunca fue importante»

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Pablo Perantuono

Celebrado por la crítica, Juan José Becerra acaba de publicar dos novelas cortas y complementarias que desafían los estándares del mercado editorial. Pulso narrativo y retrato de una época.

Foto: Guido Piotrkowski

Juan José Becerra es el autor de El espectáculo del tiempo (2015), El artista más grande del mundo (2017) y Amor (2023), tres libros celebrados por la crítica y el ambiente literario. Aunque sea mínimo, y por eso mismo tal vez irrelevante, acaba de protagonizar un hecho infrecuente para los estándares del mercado: publicar en simultáneo dos nouvelles, es decir, dos novelas cortas, de 100 páginas cada una, que parecen mellizas. Se trata de Un hombre y Dos mujeres (Seix Barral), que a priori dialogan entre sí más estética que argumentativamente, pero que abrigan una escena en común y, a través de las aventuras de sus protagonistas, cada una a su manera se propone relatar, y por ende entender, las ansiedades, derivas y contradicciones del ser urbano contemporáneo. 

Narrador versátil, ese pulso por interpretar la época, aunque más no sea para capturar su tensión y sinsentido, es lo que también ponía de manifiesto Becerra en sus periódicas columnas publicadas hasta hace algunas semanas en Eldiario.ar, verdaderas piezas de no ficción donde el escritor que reside en La Plata auscultaba la atmósfera política y social con una notable e irresistible mezcla de agudeza y humor. 

Fino cultor de la metáfora, Becerra nos propone siempre el desafío de pensar la realidad desde sus yacimientos más profundos, por eso su literatura es, también, una literatura de advertencia. Su cabeza da la impresión de funcionar como un procesador totalizante y feroz de la existencia, un dispositivo que transmite la idea –la ilusión– de comprender la ontología total de lo que nos pasa. Esa por momentos abrumadora capacidad de horadar las cavidades más subterráneas del pensamiento humano es lo que convierte a la suya en una voz imprescindible, cuya ausencia se vuelve más notoria ante el vacío de alrededor.

Luego está el factor humano. Si el mundo intelectual en general suele ser propenso a caer en la solemnidad o la afectación, el salón VIP de la literatura nativa directamente está saturado con la sofocante importancia personal de sus ocupantes. Nada más lejos del entrevistado de turno, cuya capacidad para reconocer en su obra la influencia de sus héroes del oficio –Saer, Aira, Puig, su majestad Borges– es proporcional a su necesidad de desmarcarse de cualquier gesto de narcisismo intelectual, individual o colectivo. Sentado en el piso superior de un hotel desde cuyos ventanales podía apreciarse la impactante geometría de La Bombonera, el estadio del club al que el nacido en Junín le dedica buena parte de sus anhelos, Becerra charló con Acción.

Tus libros anteriores eran novelas de largo aliento, de 500 o 400 páginas. Y ahora aparecen dos al mismo tiempo y cortas. ¿Por qué?
–Publiqué las dos porque tenían una escena en común y me parecía que lo que había que hacer era forzar una especie de combinación para que la lectura estuviese condicionada por casi la obligación de leer las dos. Ahora que lo digo así, lo veo como un gesto medio facho: ¿por qué vas a obligar a una persona a comprar dos libros juntos? Al mismo tiempo el cruce de los dos libros podía, tal vez, producir el efecto de que cualquier historia puede derivar en otra. Cualquier personaje puede salirse de la historia que está protagonizando, como cualquier persona puede salirse de la vida que está viviendo. Creo que, en el fondo, fue para producir ese efecto y esta es la versión técnica que puedo dar retrospectivamente. Pero sé que lo que ocurrió fue que me encapriché.

–¿Hay una intención secundaria de operar, aunque sea mínimamente, en el mercado? ¿Es un gesto de soberanía intelectual?
–Si uno ve que el mercado de los libros es un mercado en el que los libros se venden por unidades, que haya como una especie de presión comercial, en este caso para comprar los dos libros juntos, porque no podés llevarte uno, tenés que llevarte los dos, aunque tires uno, puede verse como una voluntad de instrumentar una novedad editorial desde el punto de vista del formato, no desde el punto de vista literario. Sí, es una novedad, es una rareza el libro en la librería. Sobre todo, porque está exhibido como en dos mitades que se pegan.

–En ambos aparecen dos tópicos que se repiten en libros anteriores. Uno es el fetichismo por los objetos, al borde del absurdo.
–El tema para mí, en esos asuntos, es la apariencia. Se gasta muchísimo combustible vital en la representación de la apariencia. A veces, lo que pasa en algunos libros míos es que, una vez detectado, lo que hacen es profundizar un poco esos puntos de concentración del malestar social y abrirlos hacia escenarios un poco más expansivos donde pueda encontrarse el malestar en un estado dramático, como puede ser en el mundo del arte. En El artista más grande del mundo, ese personaje que es un escultor, que es el escultor más grande del mundo porque alguien lo dijo y porque hay un sistema de consagración que lo rotuló con ese sayo, sabe que él no es el artista más grande del mundo, que no hay un artista más grande del mundo, que eso es todo un invento y que él, si bien admite la concesión de esa apariencia porque le conviene, la usa para destruir el sistema que lo consagró. 

Esto nos lleva al otro tópico, que son los métodos de consagración del mercado, que acaban de ofrecer otro mojón con el escándalo alrededor del reciente premio Planeta en España.
–Cualquier sistema de consagración o de juicio es más o menos fallido. En el caso del arte quizá más que en otro campo. El tipo que ganó el Premio Planeta, Juan del Val es, no sé, un boludo que no sabe escribir, que gana un premio de un millón de euros y que, además, pontifica sobre la literatura. Ahí está el problema. Porque yo no tengo nada contra que ese boludo gane el Premio Planeta, se lleve un millón de euros a la casa y se lo gaste en lo que quiera. No pasa nada. Lo aplaudo. Incluso me alegro porque es la felicidad de él. Pero que no hable de literatura porque no es su campo. Él es un tipo que está usurpando un lugar, pero al mismo tiempo la confusión es masiva. En este caso está bastante claro que el tipo es un gil. Pero después es muy difícil determinar dónde está la literatura que debe ser reconocida, porque eso es una cuestión de gusto. Salvo cuando el gusto ya llega a extremos insoportables como en este caso. Lo malo es cuando esos tipos, a veces consagrados sin prestigio, atacan al prestigiado. Todos lo hemos escuchado a Pablo Coelho hablar barbaridades de Flaubert.

Foto: Guido Piotrkowski

En ese sentido, ¿la época genera mayor permisividad?
–No me gusta hablar mal de la época porque, horrible como es, seguro que si uno contrasta quizás sea mejor que otras. Creo que no hay manera de juzgar una época si no es a través del relativismo. Las épocas no son bloques. Hay que ver los matices que se mueven en el interior, es decir, su entropía, qué dinámica tiene esa entropía. Lo que sí veo como muy distintivo de la época es que ahora no necesitás saber nada, en el sentido de formarte en algo con cierta disciplina. La trampa de la época es que es muy fácil acceder al conocimiento sin experiencia. El problema es que el acceso veloz a la experiencia te sustrae del tiempo del procedimiento para acceder al conocimiento a través de la experiencia, y el conocimiento termina siendo muchas veces fallido.

–Hay una frase en Dos mujeres que dice que la paciencia es una manifestación precisa de la inteligencia. Justamente, lo que estaría faltando.
Hay una disciplina que te forma la paciencia, y es la literatura. Porque no se puede acelerar el ritmo de la literatura. El ritmo de la literatura se parece mucho al ritmo vital. De todas formas, la literatura nunca fue importante. La velocidad del consumo, que es lo que produce la ansiedad, la aceleración de las ofertas de entretenimiento, los choques en las rutas, todo lo que se te ocurra, la violencia doméstica, todo tiene que ver con el tema de que nadie tiene paciencia para esperar nada. Hoy la relación es con el fragmento. El fragmento de alguna manera también consolida la idea de que ya no se espera ningún proceso, no se espera que las cosas terminen, con lo cual no se espera que las cosas ocurran. El acontecimiento no sabemos dónde está.

Hablemos también de tu otra arista profesional, el columnista. Han sido los últimos tiempos interesantes para escribir, aunque también enloquecedores.
–Sí, la Argentina tiene una agenda voraz, porque al ser tan inestable se van sucediendo los escenarios y los protagonistas.

Hay una frase que dice: «Argentina es el país que te vas un mes y cambió todo, y te vas 20 años y sigue todo igual». 
–Es que es así. Para mí tiene mucho que ver con la autodestrucción, pero también con la vitalidad. Con la falta de temor a la destrucción. Y eso tiene algo de temerario. Es un país temerario, la Argentina. Es un país que se da todos los gustos de su personalidad, que es histérica, además. Entonces, es muy difícil saber de qué se disfraza la Argentina mañana. El problema también es ese. Así como tiene su encanto la vitalidad, eso produce el problema de que no se sabe muy bien qué es. Es un país en formación. Por un lado, es muy fascinante para leer. Por otro lado, es bastante cansador. El sentido está en todos lados, se multiplica. Lo que está pasando ahora, si bien uno podría tener la coartada de explicarlo por la época, también se explica exclusivamente por la Argentina. ¿Qué esperábamos? Capaz algún día llega el momento en el que tenemos que decir «la sacamos barata con Milei». Porque es así: ¿qué sabés que puede pasar?

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