26 de diciembre de 2025
Matías Serra Bradford (Buenos Aires, 1969) es escritor, crítico y traductor. Entre otros libros publicó las novelas La biblioteca ideal (2009), El secreto entre los rusos (2016), Diario de un invierno en Tokio (2021) y Los aprendices de París (2023) y varias recopilaciones de ensayos y artículos, entre ellas Cómo falsificar una sombra. 20 obituarios (2021), Animales tímidos. 23 poetas perdidos (2021) y Linterna de nieve. Lecturas en el cine (2022). Textos suyos se tradujeron al inglés, francés, húngaro y portugués.

Las espaldas de la librería sobre las aguas oscuras, entintadas y glaciales de una curva del río Alzette. La puerta de entrada de cedro tallada, como si se entrara a un edificio antiguo. Una maceta de escolta, con una planta real (boj). Dos faroles antiguos en el frente. Ventanal de madera de vidrio repartido, dieciséis rectángulos en total: en cada uno, un libro colgado de una tanza, con su cara o su nuca hacia afuera. Parqué viejo, pulido. Tres claraboyas de techo. Escalera breve y en espiral. Local pequeño, que obedece las proporciones del ducado. Una fortificación minúscula dentro de una fortificación modestísima. El propietario no podía ser más luxemburgués: altura, reserva, sigilo.
Adoptó una lechuza como símbolo de la librería, no por las razones evidentes (la atención: la lectura: el insomnio, etc.) sino porque Victor Hugo había dibujado una durante su estadía en Luxemburgo, y la había bautizado «el duque».
Ni un solo libro con precio en esa librería de usados; esa treta lo ponía al lector en el centro de un desierto.
Lentz desconfiaba de los lectores que pudiera dar un país como el suyo, pero a la vez confiaba, y lo había ratificado, que los buenos lectores que aparecían eran realmente extraordinarios. No todos estos últimos condescendían a ser parte de su clientela habitual. Viajaban en tren, en el día, a otras ciudades a rastrear libros, entre otras cosas para que el insigne librero Lentz no se diera aires de archiduque de la literatura de la vieja Europa.
Era un librero que no alardeaba de conocer a sus lectores, pero con un solo libro que le solicitara un lector empezaba a intuir algo, a deducir a partir de ese único título infinidad de cosas, acaso hasta abarcarlo al lector por completo. Escribía mentalmente novelas enteras a partir de un solo libro y un solo destinatario.
Lentz nunca hablaba de «sus lectores», no se sentía interpretado por sus visitantes (como si lo traspasaran a él y leyeran esas virtuales novelas suyas), aunque en más de una oportunidad le soltó un ruego a un lector que respetaba y que revisaba en ese momento una torre de libros mediocres, amontonados en un rincón: «¡No me juzgues por esa pila!». Igual que si fuera el autor de cada folio de esa montaña accidental.
Era sabido que su punto ciego –el hueco por el que su vida se perdía y se explicaba toda– era la actriz extranjera a la que le obsequiaba libros como preparándola para un papel en una película que harían juntos, como si pudieran esos ejemplares, además, actuar de garantes de que algún día vivirían juntos o, en el peor de los casos, de que siempre la acompañarían. Todas las lámparas de la librería habían sido creadas por ella (y fue él quien propuso rebautizar el local Lentz & Satz para que ella pudiera ofrecer sus objetos). La actriz lo leía a Lentz como nadie, y lo volvía menos retórico, más atento y menos dispendioso con las palabras, menos arrogante.
A Lentz le parecía que todo libro valioso –ocultamente valioso, añadía– tiene un destino como el original perdido de la película La pasión de Juana de Arco, de Carl Dreyer, que apareció más de medio siglo más tarde en el armario de una clínica psiquiátrica en Noruega.
De a ratos, examinaba el borde frontal, mordido, de un libro impreso con papel fabricado a mano, y se preguntaba en qué guillotina puede un refilado cobrar un aspecto tan humano, si los humanos tuvieran el aspecto que deberían.
Sabía que no era tanto el perfume rancio de la librería que se ha impregnado en un libro sino el trabajo del tiempo sobre el papel belga, francés, alemán, italiano, etc.; algo fácilmente comprobable acercando la nariz a otros tomos.
Allí, junto al río Alzette, librero y lector en igualdad de condiciones: sistema de cargas y pesos en el traslado de libros despojados y libros adquiridos en una tarde. Sistema decimal que renace al cabo de meses de autoprescripción, con todos sus defectos intactos, por el precio de un mínimo fulgor.
Le agradaba a Lentz soltar sus teorías furtivamente, para que las oyera uno solo de los que estuviera merodeando esa mañana: un lector es un electrón, fantaseaba, puede estar en cualquier parte y en ninguna parte a la vez.
Un lector amigo no subrayaba los textos por motivos estéticos, le parecía que afeaba los libros. A otro de sus lectores más constantes le agradaban solo los autores que le despertaban recuerdos personales. Lentz guardaba como fetiches venerados cuanto papel hubiera anotado y marcado la actriz extranjera. Nada lo elevaba más que la letra como dibujada de Satz en el margen de una página impresa.
Tenía un feligrés que se aferraba a la ilusión de que media hora más de lectura en voz alta a sus hijos por la noche les dejaría más herencia.
Un lector, sostenía, también recuerda formas: esferas, trazos, escaleras.
Un sueño frecuente en Lentz: el reencuentro con seres queridos en otra vida tenía lugar sobre el escenario de un teatro isabelino. La calavera que se pasaban, como una esfinge oracular, muda, era la suya, vacía como cualquier otra, excepto que él podía verlos y oírlos desde adentro, y los otros fingían no saberlo.
Alguien le preguntaba por un título y Lentz le respondía que lo había tenido, que se lo traían para canjear los turistas norteamericanos que lo compraban en el aeropuerto. Era su manera de corregir un rumbo de un modo indirecto.
A nadie esperaba más que a aquel que en invierno trasladaba los libros en trineo, bajo una capa. Era el que decía que Luxemburgo nevado era un Brueghel un día después (de una fiesta pantagruélica).
Creía que el secreto órfico lo poseían los lectores, no los escritores. Los escritores no pisaban su librería, y él aseguraba que no pisaban ninguna. Y lo que más de un lector allegado a Lentz veía en los escritores del ducado era justamente falta de dimensión literaria.
No pocos de los lectores que lo visitaban se comportaban como novelistas notables, pero no habían publicado una línea.
Al menos una vez al año se dirigía con una carretilla colmada de libros recientes –biografías de políticos y celebridades continentales– hacia la grieta gigante que era una de las atracciones del pequeño reino. Los arrojaba por el promontorio para que se los fagocitaran dragones nocturnos. Actuaba escenas de libros que no existían.
Nevada, la ciudad era una maqueta escrita, escrita y borrada en el mismo acto, menos una preparación para la escritura –páginas en blanco no numeradas– que una simulación, la de un lector que solo aparenta pasarse a la escritura para poder preservar su secreto como lector. (En este mismo territorio, durante unos meses, para preservarse como escritor Víctor Hugo siguió perfeccionándose como dibujante.)
Una novela, susurraba Lentz, puede tener un desorden sugerente, semejante al de una librería de ocasión.
Tenía la cortesía de callar su mayor convencimiento: la verdadera circulación de los libros –por décadas, modas, etc.– solo se puede observar en una librería de usados; la historia de la literatura solo se hace visible en esta clase de librería. En más de una oportunidad imaginó la suya como un buque fantasma (¿lo que ofrecía, acaso, no eran restos de naufragios, cofres rescatados?) tripulado por personajes que Verne dejó a la deriva: la arboladura de mástiles y palos actuando de péndulo en el viento báltico, las cuadernas tronando por debajo de la línea de flotación, y bajo un diluvio por los jardines de popa se pasean un duque depuesto y una actriz extranjera.
