31 de octubre de 2013
La viuda de Théo –el hermano del genial pintor– fue una figura clave para que los cuadros del artista holandés lograran trascender la indiferencia inicial. Un libro cuenta su historia.
Vincent Van Gogh tenía 37 años cuando se disparó un tiro, el 27 de julio de 1890. Tras dos días de agonía, falleció. Dejaba tras de sí devastadores ataques de locura y una obra pictórica ignorada por la crítica y el mercado especializado. «Creo que sus momentos de lucidez eran extremos, se nota en sus cartas en las cuales teoriza acerca de sus pinturas y las describe con una prosa admirable. Al mismo tiempo, cuando estaba entregado a su trabajo alcanzaba un placer pleno, así como un contacto con su propia verdad existencial», señala el escritor y periodista Camilo Sánchez. «El goce, la intensidad parecen saltar de sus pinturas hacia el espectador. Debido a mi trabajo como periodista tuve la posibilidad de observar los cuadros que se exhiben en Nueva York, en el Museo de Arte Metropolitano. Para mí es uno de los artistas más grandes de todos los tiempos», agrega Sánchez, autor de la novela La viuda de los Van Gogh.
Seis meses después de aquel suicidio, acorralado por la tristeza y una depresión rayana en la locura, muere Théo, hermano de Vincent, quien deja tras de sí las cartas, exactamente 651, que se intercambió con el artista, y una viuda de 28 años llamada Johanna Van Gogh Borger, quien además queda a cargo de un hijo pequeño. «Lo que más me atrajo de esta mujer fue su empuje y su coraje. No era fácil en ese momento ser una mujer independiente, salir a pelear lugares en el mundo del arte y de las galerías, oficiando de marchand improvisada, teniendo en cuenta, además, el escaso reconocimiento que había recibido la obra de su cuñado», indica Sánchez. «El resto de la familia Van Gogh no comprendió el significado de la revolución pictórica que proponía la obra de Vincent, que fue gestada en tan sólo 10 años de trabajo».
Johanna enseñaba literatura inglesa, había estudiado con el poeta Percy Shelley y lejos estaba de pensar el cambio drástico de su destino. La primera tarea que realizó luego de tanto duelo, fue leer detenidamente las cartas, como si rastreara en ellas las coordenadas de un viaje. Este acercamiento a la intimidad del vínculo entre los hermanos, en un contexto en el cual la mujer empezaba a escribir las primeras páginas del movimiento feminista, probablemente le dieron los indicios de la tarea que se le avecinaba. «En apenas dos años y medio, Johanna da un vuelco radical a su vida. Entre otras cosas, instala una pensión en las afueras de Amsterdam que será, de alguna manera, el primer museo Van Gogh, pues cuelga allí algunos de sus cuadros. Tiene el buen tino de reclamar los cuadros que habían quedado abandonados en su casa de la calle Pigalle Nº 8, en París», destaca Sánchez.
Con la perspectiva que da el presente, resulta abrumadoramente paradigmático que, en vida, Vincent sólo haya podido vender dos cuadros. Sin duda, es un punto de quiebre en esa trayectoria asediada por el olvido la muestra que organizó Johanna el 15 de diciembre de 1892 para el Kunstzaal Panorama de Amsterdan, en la cual exhibe 24 dibujos, 75 cuadros y 15 cartas a Théo, expuestas en unas vitrinas de cedro. «Es difícil afirmar rotundamente que sin ella no hubiera habido Van Gogh; ella hizo posible dar a conocer la obra, a pesar de los enormes contratiempos que enfrentó. El resto es hipótesis. A veces tiendo a pensar que esa obra, que te atrapa y te llama especialmente, aunque esté rodeada de Pollock o Monet, hubiera sobrevivido de todas maneras. Pero la verdad es que no lo sabemos. Acaso su obra, como pasó con muchos de sus cuadros, se habría perdido en los fondos de una carpintería de Bredas», arriesga Sánchez.
Johanna volvió a casarse, al cabo de 10 años de viudez, con un marchand. Jamás descuidó su tarea de exaltación del estremecedor legado de su cuñado, tanto es así que incluso su hijo, también llamado Vincent, de profesión ingeniero, se convirtió en la mayor autoridad del Museo Van Gogh de Holanda. La trama de estas vidas y el tiempo en el que se desenvolvieron constituyen un relato tan poderoso que implica un enorme desafío encarar su versión literaria. «Para reconstruir el contexto leí mucho a Stefan Zweig, uno de los hombres más cultos de la época, y también las numerosas biografías que me llegaron, durante años, de Van Gogh, sobre todo las escritas por Marc Edo Tralbaut y Pierre Leprohon», dice el autor.
Otra de sus fuentes para escribir La viuda de los Van Gogh fueron los diarios de Jules Renard, el director de El Mercurio de Francia, la revista cultural de la época. «También estuve varios meses consultando los archivos del diario La Prensa. Es impresionante el oficio de sus corresponsales europeos a fines del siglo XIX. Y, por supuesto, la lectura de las cartas de Vincent a Théo», completa Sánchez. La recreación fue encarada desde una estética de lo cotidiano, con la intención de transmitir más que nada un clima de época. Por ejemplo, dice el autor, «el traqueteo de las patas de un caballo sobre el empedrado; los carros llevando los desechos cloacales rumbo a las quintas; un tiempo en que las mujeres se retobaban contra el volado que se arrastraba por el piso y que las sujetaba, en exceso, a la tierra». Y algo no menos acertado, finalmente: estructurar el relato desde la perspectiva de una mujer excepcional.
—Marcela Fernández Vidal