22 de diciembre de 2025
Millones de argentinos y argentinas no tienen casa propia. Sin un marco regulatorio claro, sus vidas están determinadas por esa realidad. Testimonios de una lucha diaria.

Informe de CEPA. Según el Observatorio de Economía Urbana del Centro de Economía Política Argentina, entre 2003 y 2023, los alquileres pasaron del 24% al 36%.
Foto: NA
Todos somos, todos fuimos, todos podemos ser inquilinos. Una condición que, más que transitoria, se volvió estructural: la de quienes viven entre mudanzas, con contratos abusivos, soportando aumentos por encima de la inflación y un costo de vida que crece sin freno. Hoy, ser inquilino es habitar la incertidumbre y un ciclo que se repite: buscar, encontrar, mudarse y, en muchos casos, antes de poder disfrutar de la tranquilidad de llegar a casa, volver a embalar su vida en cajas y salir en la búsqueda de otra vivienda.
Según un informe del Observatorio de Economía Urbana del Centro de Economía Política Argentina (CEPA), entre 2003 y 2023 la cantidad de viviendas habitadas por inquilinos pasó del 24% al 36%. El 60% de los que alquilan tienen entre 30 y 44 años, el 19% tiene entre 45 y 60 años, el 17% es menor a 30 años y solo el 5% es mayor a 60 años.
Estos testimonios reflejan el desamparo, la necesidad de sumar más trabajos, recortar gastos y ajustarse cada vez más con una única razón: poder pagar el alquiler.
El 23 de noviembre de 2023, en el último sorteo de Procrear, la vida de Daniela Drizza tuvo un golpe de suerte: por primera vez en su vida había ganado un sorteo. Sus compañeros de trabajo le avisaron que su apellido aparecía en la lista de los beneficiarios. Con sus dos recibos de sueldo como Trabajadora Social, podía acceder a un departamento de tres ambientes en el predio Sagol en Avellaneda, un complejo a estrenar de 160 viviendas. Mientras cargaba los datos que le requería el sistema, se imaginaba su nueva vida con su pequeño hijo: por fin dejaría de alquilar.
Al poco tiempo recibió un mail del banco: como cumplía con los requisitos le otorgarían el crédito; al mismo tiempo, le abrieron una cuenta bancaria y le enviaron por correo una tarjeta. Todo marchaba bien. O eso creía ella; pero cuando asumió la presidencia Javier Milei, el sueño de Daniela y otras 100 familias se desmoronó: las viviendas serían otorgadas a integrantes de Fuerzas Federales. «Luego dejamos de recibir información, quedamos a la deriva. Sentí una tristeza infinita y mucha desilusión. Me costó aceptar que no tendría una casa propia», dice.
Ahora, Daniela (45) vive con su hijo en el complejo habitacional Catalina Sur, en el barrio porteño de La Boca. Alquila un departamento de tres ambientes, dueño directo, por el que paga 630.000 pesos, lo que representa el 70% de su salario. Los tres empleos que tiene no le alcanzan para cubrir los gastos. Mes a mes se endeuda: saca préstamos, refinancia la tarjeta; cuando no llega, paga el mínimo con la consecuente carga de intereses, con los créditos paga los resúmenes. Resignada, dice que esa es la verdadera bicicleta, el carry trade de millones de trabajadores. Algo que se transforma en una bola imparable, una deuda que crece. «Cambié mis hábitos: dejé de salir con mis amigos, me junto en casa para gastar menos. Ya no voy al cine ni al teatro, tampoco le pude hacer la fiesta de cumpleaños a mi hijo. El alquiler es una problemática social sobre la que nadie se hace cargo, y nosotros los inquilinos estamos a la deriva», dice Daniela.
Su realidad no es aislada, se replica en otras historias. Ayelén Moyano tiene 40 años, es de Cañuelas, provincia de Buenos Aires, pero desde hace 14 vive en CABA. Mientras estudia Trabajo Social en la UBA, trabaja desde su casa para una empresa multinacional. Para pagar el alquiler destina más del 60% de su salario. Hace malabares para poder llegar a fin de mes: recortó salidas, postergó vacaciones, ajusta su vida, pero tampoco alcanza. De un tiempo a esta parte, hacer las compras del súper y pagar con tarjeta de crédito es su nuevo hábito. «No hablo de un gusto, hablo del morfi básico», dice.

Sin ley. Gervasio Muñoz, de Inquilinos Agrupados, en «No te creas», programa de Floreal TV. «Estamos ante una nueva forma de exclusión», dijo.
Para Ayelén, alquilar en la Ciudad se volvió un privilegio: hay que ser joven, preferentemente sin hijos ni mascotas, con recibo en blanco y garantía propia. Cuenta que la dueña del departamento hizo una especie de casting entre los interesados y la eligió a ella por cumplir con todos esos requisitos.
Además, dice que en la cabeza de los inquilinos hay una preocupación constante: no ser despedidos o no cambiar de trabajo, porque después pierden la antigüedad necesaria para comprar garantías o ingresar a otros departamentos.
«En 2020, plena pandemia, me separé y en paralelo me quedé sin trabajo, justo cuando acababa de firmar mi primer contrato de alquiler, y mi situación económica se derrumbó. Desde entonces me mudé dos veces y mi cabeza cambió por completo. Vivir sola, pagar sola, aprender a sostenerse sin red. Como soy del interior no tengo garantía en CABA, tuve que comprar una, la última fue en abril y pagué 700.000 pesos. Solo para entrar al departamento fueron 1.200.000 pesos. Es un trámite caro y desgastante, cada mudanza es un infierno. Mientras me aumentan el alquiler, mi salario está congelado desde hace un año», dice.
Sabrina tiene 35 años y un hijo de 13. Prefiere resguardar su apellido, trabaja nueve horas como operaria de una empresa de limpieza. Ahora vive en un departamento en el barrio porteño de Villa Lugano. Desde que se mudó, para ahorrar el boleto de colectivo, camina tres kilómetros para ir al trabajo. Cada seis meses, le aumentan el alquiler. Hoy paga 800.000, pero en medio año esa cifra alcanzará su salario. Tuvo que recortar gastos, dejar terapia y también suspender la de su hijo. Además, dio de baja internet: «También dejé de pagar las plataformas que usábamos para distraernos después del trabajo o de la escuela. Todo se achica, se reduce», cuenta.
Para sumar algo más al mes, Sabrina tenía un emprendimiento de comida casera, pero por la crisis económica las ventas cayeron en picada. Asfixiada por la situación, tuvo que sacar préstamos para poder mudarse. «Una parte la cubrí con un ahorro que tenía, pero el resto lo pedí prestado. Entre la mudanza, el transporte y los fletes, terminé endeudada. Jamás tuve deudas, pero ahora debo un préstamo que no puedo terminar de pagar, todos los días recibo mails con intimaciones. Desde que se aprobó la nueva ley de alquileres todo se volvió más difícil: conseguir un lugar, mantenerlo, negociar. Cuando finalmente firmé, después de entregar la plata, me rebotaron los garantes. Me dijeron que no podían devolverme el dinero del depósito porque ya había firmado. Me quedé atrapada: o aceptaba las condiciones o perdía todo», dice.
Desde 2013, Gervasio Muñoz está al frente de la Federación de Inquilinos Agrupados. Todos los días recibe mensajes de personas con algún problema relacionado al acceso a la vivienda: familias enteras que no logran sostener el alquiler y terminan separándose en diferentes hoteles, jóvenes que vuelven a lo de sus padres o comparten departamentos con otros en la misma situación. Para Muñoz estamos ante una nueva forma de expulsión. La mayoría de los inquilinos tienen varios empleos, pero sus ingresos se diluyen: «Desde la eliminación de la ley de alquileres, los precios avanzan muy por encima de la inflación. Por ejemplo, en la región Patagonia entre enero y octubre de 2025, los alquileres subieron un 108,1% mientras que la inflación 26,7%. El país tiene cada vez menos propietarios y más inquilinos, aun con récord de construcción privada de viviendas».
En las grandes ciudades, alquilar se transformó en una carrera de obstáculos: conseguir una garantía, quedar atrapados en contratos, enfrentar aumentos trimestrales, competir por un departamento con otros postulantes y aceptar condiciones que rozan lo absurdo. Mudarse, resistir, volver a empezar: el ciclo se repite. Y así, entre cajas, recibos y promesas, una generación entera se acostumbra a vivir, literalmente, en tránsito.
