Opinión

Ulises Gorini

Director de Acción

Algo huele a podrido

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Casa Rosada. Las internas del poder ocupan el centro de la escena en desmedro de la participación política y la conflictividad social.

Foto: Jorge Aloy

En la Argentina contemporánea –como en buena parte del mundo–, la política es narrada por la mayoría de los analistas mediáticos como una serie de intrigas palaciegas. El foco está puesto en los gestos, las traiciones, la psicología individual, los pactos efímeros y las disputas internas de las élites gobernantes. A lo sumo, se le agregan las encuestas de opinión que reflejarían coincidencias o disconformidades con la acción de esas élites, nunca como examen de la acción de los sujetos populares. Así es como desapareció, entre otras cosas, la palabra pueblo. Se trata de un enfoque que no es meramente descriptivo: expresa una concepción dominante de la política, heredera de tradiciones liberales y reforzada por sensibilidades posmodernas, que tienden a disolver los conflictos sociales estructurales en relatos de superficie. El resultado es una lectura que prescinde de los intereses de clase, de la lucha de clases y, sobre todo, de los sujetos populares que no solo padecen esas pujas, sino que, una y otra vez, irrumpen para condicionarlas y, en ocasiones, torcer su rumbo.

Esta forma de análisis no es inocua. Al reducir la política a una suerte de teatro de sombras entre élites, se oculta la dinámica social real y se induce a una conclusión implícita pero poderosa: la acción colectiva de las mayorías carece de relevancia. La política sería un juego ajeno, un tablero cerrado al que el pueblo asiste como espectador impotente. Esa pedagogía de la impotencia tiene consecuencias concretas, porque desarma simbólicamente a quienes podrían reconocerse como sujetos de transformación.

Es un viejo truco, que huele a podrido en los medios hegemónicos y en los analistas de palacio.


Castas
El fenómeno es particularmente visible en la cobertura de la coyuntura argentina bajo el Gobierno de Javier Milei. Buena parte del análisis dominante se concentra en describir el comportamiento de «la casta»: gobernadores que negocian recursos, legisladores que especulan con su posicionamiento, alianzas que se arman y desarman según el clima del día. El relato se vuelve una crónica de palacio, como si el poder se ejerciera en un vacío social, al margen de la estructura económica y de los conflictos que atraviesan a la sociedad.

Sin embargo, este enfoque tropieza con hechos que no logra explicar.

Un ejemplo elocuente es el comportamiento del Congreso de la Nación durante los dos primeros años de Milei. La misma Legislatura que aprobó la Ley Bases en los primeros meses de su Gobierno, permitiendo al oficialismo conformar un bloque parlamentario que superó incluso a las propias huestes de la ultraderecha, es la que luego bloqueó otros proyectos clave del Ejecutivo y sancionó leyes claramente contrarias al ajuste brutal del Gobierno, como las de financiamiento universitario o las vinculadas a discapacidad. Para el análisis de intrigas, este giro suele atribuirse a caprichos, rencillas personales o cambios tácticos en el ajedrez parlamentario. Pero esas explicaciones resultan, en el mejor de los casos, insuficientes y, en general, distorsivas.

La pregunta decisiva es sencilla: ¿qué había cambiado entre un momento y otro? Desde luego, no la composición del Congreso. Los mismos diputados y senadores que levantaron la mano para votar la Ley Bases fueron los que luego resistieron nuevas iniciativas oficiales.

Tampoco se produjo una súbita conversión ideológica de esos legisladores. Lo que cambió fue la condición socioeconómica de amplios sectores populares y el nivel de conflictividad social. El ajuste acelerado, la licuación de ingresos, el deterioro de servicios esenciales y el impacto directo sobre universidades, jubilaciones y políticas de discapacidad generaron un clima de creciente rechazo social que comenzó a expresarse en las calles, en las organizaciones y en la opinión pública.

Ese cambio en la relación de fuerzas sociales es invisible para el análisis de palacio, pero resulta decisivo para comprender la política real. Los legisladores no actúan en el vacío: sienten la presión de sus territorios, de sus bases electorales, de un malestar que amenaza con desbordar los cauces institucionales. Cuando la conflictividad social crece, incluso sectores que habían acompañado al oficialismo comienzan a recalcular costos y beneficios. No por virtud republicana, sino porque la lucha social modifica el terreno sobre el que se mueven.

Irrelevantes y peligrosos
La omisión sistemática de este factor no solo empobrece el análisis: cumple una función ideológica. Al negar la incidencia de la movilización popular, se refuerza la idea de que protestar, organizarse o luchar es inútil. Y, de manera complementaria, se criminaliza esa misma movilización, presentándola como un obstáculo irracional frente a la «gobernabilidad» o el «orden». Así, los sectores populares aparecen simultáneamente como irrelevantes y peligrosos: no cuentan para decidir, pero deben ser disciplinados.

Este doble movimiento –invisibilización y criminalización– no es nuevo, pero adquiere rasgos particularmente nítidos en el contexto actual. La protesta social es reducida a un problema de tránsito o de seguridad, mientras se exaltan las maniobras de pasillo como si allí residiera toda la política. Se naturaliza que las grandes decisiones económicas se tomen sin consulta ni resistencia, y se presenta cualquier irrupción popular como una anomalía, cuando en realidad es una constante histórica.

La historia argentina, de hecho, desmiente de manera contundente el relato palaciego. Desde el surgimiento del movimiento obrero y el peronismo hasta las jornadas de 2001, pasando por las luchas contra las dictaduras y las resistencias al neoliberalismo de los 90, los momentos de inflexión política estuvieron atravesados por la acción colectiva de las mayorías. Ignorar esa tradición no es solo un error analítico: es una forma de borramiento político.

Reconocer la centralidad de la lucha social no implica idealizarla ni desconocer sus límites y contradicciones. Significa, simplemente, devolverle a la política su densidad real, entenderla como el resultado de una correlación de fuerzas en la que intervienen clases, intereses y sujetos concretos. Significa también recuperar una noción de esperanza activa: si la movilización puede condicionar y, a veces, determinar el curso de los acontecimientos, entonces el futuro no está completamente clausurado.

La nueva composición del Congreso, como resultado de la última elección, pareció hundir en el pesimismo a los opositores del proyecto antipopular. Sin embargo, el nuevo «traspié» oficial, con las modificaciones al Presupuesto y la postergación del proyecto de regresión laboral, puede ser visto como una nueva negligencia política del Gobierno o como una nueva irrupción de la voluntad legítima del pueblo que tuerce complicidades.

En tiempos de ajuste «criminal», como el que hoy atraviesa la Argentina, esta discusión no es académica. De ella depende la capacidad de los sectores populares para pensarse a sí mismos como actores y no como víctimas pasivas de decisiones ajenas. Frente al relato de las intrigas de palacio, se vuelve urgente reinstalar una mirada que ponga en el centro la justicia social, la conflictividad y la acción colectiva. Porque en esa movilización no solo se juegan leyes o vetos: se juega, también, la posibilidad de un cambio social que vuelva a hacer de la política una herramienta de emancipación y no un espectáculo para espectadores resignados.

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