Lo oscuro de todo

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Al Dr. Ricardo N. Alonso

 

La esquina que alcanzo a distinguir no es la que hace ya bastante años revocada, y cambiada la puerta de su ochava ayer nomás contemplé como todos los días por la ventanilla del ómnibus a pleno sol, sino aquella otra de hace ya tanto tiempo, sus ladrillos al aire, sucia y lastimada la madera de su puerta. A pesar de lo oscuro de todo, la diviso claramente mientras me voy acercando por la calle sin asfaltar; nadie a la vista, ni los gatos sombríos ni los perros llameantes. Siento la nebulosa pero firmemente que voy a esa esquina para pararme a esperarla como tantas veces antes; hasta me la imagino de ayer mismo su vestido azul de ruedo apenas por debajo de las rodillas, de zapatillas blancas, reluciente de recién peinado su cabello, y en la mano, balanceándose de vacía la infaltable bolsa blanca de ir al almacén; me da miedo que no venga; que me tenga que quedar hasta la muerte esperándola. La espalda apoyada en la pared, doblada la rodilla derecha para también apoyarle la planta del pie, las manos en los bolsillos del pantalón, el silbido más para adentro, que silenciosamente me ciñe esta noche, que desoladamente fiel a su sombra y yo sin entender qué es lo que me pasa, por qué me sucede esto si yo ya hace cuantos años que no vengo a esta esquina donde sabía juntarme todos los atardeceres con el resto de la barra ahora dispersa para todo el viaje. Pero aquí estoy aguardando a la que me quita el sueño, escrutando la niebla sombrío del fondo de la calle, rogando con el corazón que aparezca lo más pronto para llevarla abrazarla que me interesa si nos ven hasta el almacén y hacerle guardia afuera con el alma dichosa, llenos mis ojos de estrellas temblando solitarios.
La primera impresión es por el Rengo Pila, no lo alcanzo a ver, pero es su resuello y es su voz yo pensaba perdida para siempre
¿y diái tu hermano che?, nos vamos a yusquear al arroyo, él iba a traer las uncas, yo ya tengo las cañas y la bici de mi viejo
hola Rengo, aquí están y la mortadela y el pan también, así que  y el estremecimiento me inmoviliza antes que pueda aferrarme a las palabras de mi hermano que se van haciendo susurros hasta desaparecer; eran ellos, hasta hubo como un temblor de agua en la tiniebla; y aquí viene el Pataloca Raúl, clarito el ruido de su bicicleta sobre el ripio y silbando agudamente «Caricias» como no se cansa de escucharlo por Biagi en su tocadisco flamante
qué hacés taura, te animás a acompañarme a comprar una púa nueva, ¿che metido?
y ahí nomás se apaga en medio del perfume a loción para después de afeitarse, seguro los pantalones prolijamente ajustados por las pinzas en los tobillos, parado sobre los pedales de su bicicleta celeste, la camisa azul moda coboi arremangada hasta los codos, el cabello me imagino brillante con su rulo sobre la frente; Dios mío; Raúl, el Pataloca, el amigo de cada atardecer, el que se pasó la vida soñando envuelto en los compases de Biagi. Ahora es el aliento a cigarrillo del CaraiyeguaHéctor el que me rodea, me pica en la nariz, estiro la mano y desde el vacío sólo viene su sorda carcajada y luego entre accesos de tos como para tirar bofes
qué te hacés pobre galán de esquina, si tu  amorsura no va a venir, su vieja la tiene sonando, vamos a mi pieza que ya saco en la guitarra «Zamba del pañuelo»; che, me vua  presentar al concurso del Club Miguel Ortiz de este domingo
y esfuerzo mis ojos para que únicamente la voz atropellándose siga cada vez más débil
ah,
tarrero; mirá vos qué joda perder mi armónica en ese campeonato relámpago de Argentinos del Norte, alguno me la chorió; pero te lo juro hermano me vua agenciar otra
con este roce helado a mi izquierda debe irse despeinando, en mangas de camisa todavía espolvoreada por la harina de las bolsas que descarga en la playa del ferrocarril; y ella que no aparece como ayer a la tarde, su boca gusto a pastilla de menta, su paso presuroso que recién junto al mío se quieta, su peinado aún húmedo y aromoso; y se me hace que hasta el Nano Alberdi sale de su pasodoble incansable para limpiarse la frente transpirada y estarse ahí a mi lado como cuando nos juntábamos a armar el equipo de basque; y porque no, el turco Sidani es el que aceza aquí mismo tratando de contarme que el sábado va a ser el animador del baile social del club Balcarce y achica sus ojos para mirar los míos húmedos. Y todos de golpes juntan en el susurro
adiós Don Félix
porque mi viejo está pasando por la esquina, apurado como toda la vida, calle Balcarce arriba, braceando felizmente ya sin nada, o tal vez los tragos todavía ásperos por el cuadrito de imágenes de santos sin vender bajo el brazo.
Mas me aferro a la esquina, a esta esquina; mas me acomodo en esta postura, en este silbido; aunque parece que ya nadie me rodea, me murmura, me acompaña y crece la helazón y la oscuridad y yo tirito y ya estarán en el arroyo el Rengo Pila con mi hermano y el PatalocaRaúl volviendo con la púa flamante y el Cara Héctor tocando solo su guitarra y cantando para que lo escuche el barrio entero y mi viejo llegando a la casa para comenzar a esperarme.
A mí sólo me queda que ella aparezca desde el fondo de la calle oscura, su sombra se acerque a la mía y yo sin decir palabra la abrace y nos vamos en una sola ráfaga.

—Nacido en La Quiaca, Jujuy, en 1935 y residente de la ciudad de Salta desde 1948, Carlos Hugo Aparicio es uno de los grandes narradores argentinos. Publicó, entre otros, los libros de poemas Pedro Orillas (1965), El grillo ciudadano (1968), Andamios (1980) y El silbo de la esquina (1999); y de cuentos Los bultos (1974, 1978), Sombra del fondo (1982) y Días de viento (2007). Su única novela, Trenes del sur (1988), obtuvo el primer premio regional de literatura otorgado por la Secretaría de Cultura de la Nación y fue traducida al francés.
Es miembro de la Academia Argentina de Letras. «Para mí la función social de la literatura, de todo el arte,
es dar vida que no muera; dar con belleza y emoción vida inmortal; dar más vida a la vida del hombre en su carga de amor y de muerte», dijo en una entrevista.

—Ilustración: Pablo Blasberg

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