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Después de leer durante semanas enteras sobre la cuestión del espionaje de la primera potencia del mundo a países mucho más débiles, así como a sus propios aliados, debo confesar que he quedado con una gran inquietud. No sólo por las enormes proporciones del escándalo en sí, ya que prácticamente abarca a buena parte de los países de América y Europa, sino también por la profundidad de la operación. Y cuando digo profundidad me refiero a la capacidad tecnológica y administrativa, rayana en la ciencia ficción, que tiene Estados Unidos para entrometerse no sólo en los asuntos de gobierno de naciones soberanas sino incluso en los de la gente común y corriente, como usted y yo.
Porque, a ver si nos entendemos, que el gobierno estadounidense intercepte un correo electrónico de cualquier ciudadano sudamericano donde, por comentar con un amigo algún evento astronómico se nombre a la NASA en el texto, vaya y pase, ya que es un sistema informático que reconoce tales o cuales palabras y es probable que su mensaje pronto sea descartado, pero que literalmente «escuche» las conversaciones telefónicas de, por ejemplo, Angela Merkel da idea de que ahí, por detrás, hay una maquinaria burocrática asombrosa que puede controlar el planeta.
Saber que se ha estado espiando con toda impunidad a aliados o socios como el gobierno alemán, el francés, el español, el italiano, el mexicano –por no hablar de países enfrentados a las políticas de Washington como Rusia o  China– es empezar a pensar que muchas de esas historias de conspiración que uno ha leído en libros o visto en Internet sobre una sociedad secreta a nivel mundial, todopoderosa, puedan no ser sólo delirios sino que tal vez tengan una firme base de realidad, que hasta ahora era incomprobable. Habrá que empezar a cuidarse.

 

Miguel Ángel Alonso
Rosario, Santa Fe

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