27 de noviembre de 2013
Los chicos llegan por la tarde a la escuela. Vienen montados en sus caballos desde sus casas perdidas en los cerros, ubicadas cerca del río o al pie del valle que preanuncia la llanura. Vienen silenciosos y taciturnos, armados con palos y hondas, algunos hasta traen cuchillos o sevillanas que les dieron los padres para defenderse.
Cuando llegan permanecen en silencio, reticentes y hoscos; recién cuando ya están todos, al cabo de un rato, cuentan. El animal, el lobo, ha vuelto a matar hacienda anoche. Algunos han visto en el camino un reguero de sangre y a un animal muerto a un costado, otros han oído desde sus camas el aullido filoso de la bestia hendiendo la noche.
Junto a los chicos vienen algunos padres. Han abandonado el arado, han suspendido la siembra, han interrumpido la construcción de corrales para salir a matar a la bestia que asuela el ganado. Llevan palos, llevan escopetas, trampas, cuchillos. Forman grupos de rastrillaje para cubrir toda la zona. Por la noche, en el monte, brillarán las antorchas y los cañones dobles de las escopetas se izarán sobre los muslos de los jinetes que no quitarán sus dedos del gatillo. Ellos se mirarán en silencio y esa mirada será un persistente interrogante acerca del paradero del lobo.
Las mujeres han dejado sus hogares y se han trasladado a las casas que funcionan como bases de operaciones. Allí los hombres que patrullan recobrarán fuerzas gracias a la comida que ellas preparen y descansarán en los lechos que les ofrezcan. Habrá grandes ollas de guiso, hogazas de pan horneado por la tarde, café, tabaco, ginebra para combatir el frío. Y estampada en los semblantes de las mujeres, tensionándolos, la pregunta por el lobo.
Pero ahora todavía es de tarde y mientras los padres comienzan las primeras maniobras los niños están en la escuela; al principio nadie habla pero luego se van soltando. Algunos dicen haber visto a la bestia devorar las ovejas ante los perros guardianes que gemían de terror y se orinaban con el rabo perdido entre las patas. Cuando cuentan, bajan la vista. Los más pequeños apenas pueden contener el llanto. Entonces yo comprendo que no hay clima de estudio, digo que ya es suficiente con lo que se ha dicho y dejo de lado la lección. En vez de enseñar, los reúno a todos, los abrazo. Así nos quedamos, haciendo tiempo y encerrados en la única aula de la escuela. El silencio de la espera es la marca inequívoca de un interrogante unánime acerca del paradero del lobo.
Me ofrezco a participar del rastrillaje cuando atardece y una patrulla pasa cerca de la escuela para dejarnos comida. Al salir a hablar con los hombres trabo la puerta. Les digo que quiero irme con ellos, alejarme de la escuela y de los niños. Pero los hombres dicen que no, que me quede con los chicos encerrado en el aula. Me aseguran que cazarán a la bestia antes del amanecer. No puede andar tan lejos, me dicen, pero esas palabras expresan más sorpresa ante la falta de huellas que seguridad en el hallazgo.
Obedezco a desgano, despido a los hombres y encadeno el portón de alambre del patio de la escuela. El sol es ya un recuerdo que la tierra retiene en forma de tibieza evanescente; la luna, en cambio, lo invade todo con su pesada liquidez plateada. Es imposible ponerse a resguardo ya. Entonces alzo la cabeza al cielo para dejarme bañar por sus efluvios de misteriosa potencia. Imagino a los niños en el aula, enfundados en sus guardapolvos blancos y acurrucados como un rebaño en torno a la estufa. Los imagino y siento que un apetito irrefrenable se desata, la saliva mana de las encías barnizando mis colmillos como puñales. Me arranco la ropa mientras siento que una pelambre oscura comienza a cubrir mi piel, me acurruco en el piso para recibir esa descarga de potencia inaudita y el dolor que llega con la metamorfosis. Ahora alzo mi hocico afilado hacia la luna pero guardo silencio. Con un trotecito ansioso voy hasta la puerta que yo mismo trabé hace unos instantes; entonces observo la ventana, el vidrio faltante, el vaivén de la tela que hace las veces de cortina y, relamiéndome mientras tomo carrera, me dispongo a saltar.
—Pablo Dema nació en General Cabrera en 1979 y reside en la ciudad de Río Cuarto desde 1998. Publicó tres libros de cuentos: Fotos (2005), Si nada permanece (2007) y Hoteles (2010) y la novela De piedra o de fuego (2009). Relatos suyos se publicaron en volúmenes colectivos como Diez bajistas. Antología de la nueva narrativa cordobesa (Alejo Carbonell Comp., Editorial Universitaria Villa María) y Es lo que hay. Antología de la nueva narrativa en Córdoba (Lilia Lardone Comp., Babel Editora), entre otros.
En 2005 fundó con José Di Marco la editorial Cartografías, que codirige hasta el presente: www.editorialcartografias.com. Trabaja como docente de literatura.