11 de diciembre de 2013
Los programas con opinólogos que abordan casi cualquier tema se multiplican en la grilla de la televisión argentina. Las claves del fenómeno y sus aspectos más polémicos.
Gritan. Gesticulan. Son cuatro o cinco y parecen no escucharse. Se tapan los unos a los otros y por momentos reina la confusión. ¿Saben por qué discuten? Hasta que uno, que está parado y mira a todos lados, pide orden, baja el ritmo y mira a cámara, justo antes de elegir a cualquiera de sus compañeros de piso para pedirle que redondee su idea. Es difícil pensar que una escena semejante pueda tener éxito en la televisión: es caótica, confusa y no «dice» nada. Sin embargo, es una figurita repetida de una tendencia que parece haber llegado a la TV argentina para quedarse: los programas con panelistas. En buena parte, su rumbo lo marca la agujita que mide el rating: la muerte de Ricardo Fort marcó un hito reciente en lo que a reiteración de un contenido hasta la saturación se refiere.
Es imposible evitarlos. Están en todos los canales y a toda hora: son más omnipresentes que los reality shows en el cable y que el fútbol en las señales deportivas. Si no hay un programa con panelistas en América, entonces habrá uno en el 9, en Telefé o en El Trece. Sólo Canal 7 se mantiene un poco alejado del formato, y hasta ahí nomás, porque 6, 7, 8, el ciclo más conocido de la señal, también se inscribe dentro de la misma corriente. En el cable, ese universo paralelo donde caben todos los productos de bajo presupuesto, este tipo de ciclos funciona hace rato, aunque tiene menos visibilidad. Es un esquema especialmente apto para las señales de la pelota, porque basta con que cuatro periodistas se pongan a discutir de fútbol. Hay ejemplos para todos los gustos, desde Estudio Fúbol, en TyC, hasta Hablemos de fútbol, en ESPN.
Los especialistas que reflexionan sobre el tema coinciden en que su explosión obedece a la baja sustancial de costos de producción –el material de archivo, más barato que la generación de contenidos propios, es su materia prima–, que a su vez se refleja en una menor erogación en sueldos –cuatro o cinco personas en el piso, más los técnicos y un par de productores–, cierta tendencia a imponer el escándalo por encima de la información, y la apuesta a la identificación fácil, pero vacía, que generan los panelistas en el televidente. En suma, un combo que en las últimas temporadas si no llegó a inaugurar un nuevo género televisivo, al menos hizo del formato una presencia constante en la pantalla chica. El triunfo de los opinólogos a la carta.
Opiniones enredadas
«El programa de panelistas no es nuevo, sino que tiene su historia, pero hoy es un fenómeno transversal a los cinco canales de TV abierta y a todos los horarios», señala Emanuel Respighi, periodista especializado de Página/12 y columnista de 360TV. «El primer motivo es económico, porque es más barato que cualquier otro formato, incluso que el magazine», explica. La abundancia de esta clase de envíos es, según Respighi, «un síntoma de la falta de creatividad» en la televisión abierta. «Si bien es un medio que suele guiarse por las modas, que haya tantos programas que no ponen en juego ideas propias habla a las claras de una programación mediocre y empobrecida». Para Respighi, los productores y la televisión en general «hacen la plancha». Junto con lo anterior, el periodista observa un fenómeno paralelo, que es la irrupción de las redes sociales en el resto del universo mediático. Entre los cambios que esto provocó, considera, está el que la tele haya decidido dar cauce a la «opinión pública», un fenómeno que ya no se puede negar ante la imposición inexorable de trending topics (temas candentes) en Twitter y «compartidos» en Facebook. «Lo que genera es la sensación de que el ciudadano común puede acceder a la tele, cuestionarla y debatir lo que ahí acontece. Con el riesgo que esto implica: que alguien pueda percibir que la realidad no es la que sucede en la calle, sino lo que sucede en la televisión».
María Julia Oliván, hoy en Intratables, no se siente «panelista» y afirma que sólo se dedica a ello desde hace seis meses, aunque su paso por otros programas del género, como 6, 7, 8, la hace conocedora del medio. «Me parece que los panelistas reflejan muchas miradas sobre temas de actualidad», considera. «Son las mismas discusiones que pueden suceder en cualquier mesa familiar, y son los temas que siempre generan interés, los que pueden alimentar la charla en la mesa de un bar: las políticas públicas o la vida de los famosos».
Maximiliano Ghielmetti, productor de Temprano para tarde (Canal 26), coincide con Oliván, aunque entre los motivos para la imposición del formato pone primero las facilidades económicas de producción. «Responde a la lógica de debatir todos los temas, de tener distintas voces y discutir el universo de los medios, aunque eso también termina reciclando y repotenciando lo que sucede en esos mismos medios», advierte. La TV, en suma, termina siendo cada vez más endogámica y su «realidad» reemplaza a «la» realidad.
En Temprano para tarde no hay panelistas. Hay dos conductores (Carlos Polimeni y Julieta Camaño) y columnistas especializados en distintas áreas de la noticia, desde la cultura a la política. Ese esquema era hasta hace un tiempo el más habitual en la tele. Había una noticia, la analizaba el periodista especializado y luego se saltaba al tema siguiente. Ahora hablan todos (a veces, hablan todos al mismo tiempo) y dan su punto de vista. Por eso la principal exigencia para un panelista es poder opinar. No importa saber, sino poder hilvanar una opinión rápida sobre cualquier tema, en cualquier momento. Una suerte de sofista catódico. Un opinólogo, que puede hablar con cara de piedra sobre el último tatuaje del futbolista Mauro Icardi y, a los cinco minutos, hacer consideraciones sobre un proyecto de ley para bajar la edad de imputabilidad de los adolescentes.
«Si vos querés tener un programa con panelistas, tenés que asignarles un rol a cada uno, como en las películas, que están el policía bueno y el policía malo», cuenta Ghielmetti. La intención es cubrir un abanico de opiniones amplio, captar mayor audiencia y, claro, generar discusiones. «Eso pasa dentro de un contexto social mayor en que se debate absolutamente todo», analiza el productor. Y, llegado el caso, el living con panelistas y ocasionales invitados también es la excusa para los placeres culposos de la clase media, que se enfervoriza con Fantino y sus Animales sueltos en las medianoches de América.
«Un panelista tiene que estar muy informado», dice Oliván, como para advertir que la cosa no es tan fácil como parece. «Antes de salir al aire, tiene que pensar qué opina. En mi caso, intento dar mucho mensaje, no sólo opinar, sino también decir algo más; estar en la pantalla es una responsabilidad», afirma, aunque reconoce que no necesariamente sus colegas se imponen esa misma vara a sí mismos. «Incluso cuando hablo de algo trivial, trato de dar una perspectiva de género o de derechos, trato de ponerle ese valor, de aportar una idea, más allá de que la excusa de turno sea Wanda Nara o la pelea entre dos periodistas».
El rol del conductor, en tanto, tiene matices. En los programas específicamente de chimentos, opina casi como uno más (caso Beto Casella en Bendita TV o de Jorge Rial en Intrusos), pero en los de información general tienden a aparentar más equidistancia del tema discutido, aunque, insidiosamente, deslizan pequeños pinchazitos para encender los fingidos ánimos belicosos en sus panelistas, como hace Daniel Tognetti en Duro de domar mientras pone cara de «no sé por qué te lo tomás así». Respighi y Ghielmetti coinciden en que, para el formato, resulta fundamental que el panelista esté dispuesto a hablar de todo. Los tibios, los moderados, los que enarbolan el «no hablo de lo que no sé» se quedan fuera del género. «Antes, los programas de concursos premiaban al que tenía algún conocimiento», hace memoria Respighi. «Hoy, la tele premia al que tiene suerte y, del mismo modo, también hubo una mutación en quién opina sobre los temas: se dejó de darles voz a los profesionales y a los especialistas para que hablen los que generan polémica».
En algunas ocasiones, los panelistas también ofician de entrevistadores. Y no siempre del mejor modo. Muchas veces esto deriva en una dinámica casi de patoterismo, en la cual el invitado puede escuchar no ya cómo lo cuestionan, sino cómo lo agreden por sus ideas o acciones. «Nosotros a veces hacemos autocrítica del programa por esto», admite Oliván. «Uno a veces sólo habla entre colegas y se autoconvence de algo, pero no es justo que haya tanta disparidad para preguntar y contestar, y eso se da porque somos muchos y es difícil controlarlo. No sé si nosotros logramos modificarlo, pero sí lo intentamos y tenemos autocrítica», dice la panelista de Intratables.
Un producto derivado de lo anterior es una notoria misoginia, ya que muchas panelistas mujeres parecen estar allí por sus atributos físicos, antes que por los intelectuales. «Yo no podría decir que soy víctima de eso, pero sí lo noto», reconoce Oliván, quien asegura que Santiago del Moro escucha su opinión. «Si a vos no te importa lo que opina una panelista, ¿por qué la ponés? La estás cosificando, la ponés sólo porque es linda y no porque te interese su opinión. Eso es una contradicción con el formato», plantea. Para Respighi, esto se debe a que la televisión aún no refleja los cambios sociales de los últimos años. «La mujer, para la televisión, más allá de los paneles, sigue siendo más un objeto que sólo puede mostrar su belleza que un ser humano que tiene derecho a pensar y decir», señala.
¿Hay chances de que esto cambie? ¿De que haya, al menos, una autocrítica sobre las dinámicas que restan calidad a la pantalla? Por el momento, el cambio se avizora difícil. Respighi afirma que cuando la tele transmite la sensación de que «hay lío», y las voces se superponen, el televidente entiende que «ahí sí está pasando algo». La experiencia previa formó al espectador para que crea eso. Y completa: «A veces me pregunto si realmente elegimos lo que vemos o si no estamos condicionados para terminar el zapping cuando escuchamos gritos y anarquía».
—Andrés Valenzuela