2 de enero de 2014
20 años después de la desintegración de la Unión Soviética, los países que la integraban todavía no se han recuperado de la pérdida de un mundo al que pertenecieron durante décadas. Ucrania era un país que cumplía funciones importantes en el entramado soviético por su producción agrícola. A cambio recibía insumos energéticos fundamentales para su supervivencia. Una vez lograda la independencia, en 1991, la necesidad de construir un Estado implicó una serie de complicaciones. Los ex funcionarios soviéticos que encabezaron la transición hacia el capitalismo fueron devorados uno tras otro por escándalos de corrupción y la imposibilidad de responder a los anhelos de la mayoría de la población. La Unión Europea se ofreció a ayudar por su avidez de nuevos mercados, mano de obra calificada, y –no menos importante– para acercar Ucrania a Europa y alejarla de Moscú.
Si bien los políticos y medios de comunicación europeos en su mayoría señalan que las recientes protestas tienen que ver con los deseos de democracia de los ucranianos, en realidad entra en juego aquí un complejo entramado de razones políticas, económicas y geoestratégicas, que incluye el propósito de la Unión Europea de rodear y aislar a Rusia.
La historia de este país, antes, durante y después de la Unión Soviética estuvo marcada por la conflictiva relación con Europa occidental. A nadie se le escapa que Ucrania ocupa un lugar clave en este tablero de ajedrez, aunque el canciller alemán diga que «la suerte de Ucrania no nos es indiferente. Estamos a favor de los valores europeos y queremos transmitir que las puertas de la UE siguen abiertas. Ucrania debe estar a bordo de Europa». Siempre queda bien hablar de valores, pero por ahora, Vladimir Putin le aseguró a Viktor Yanukovich el gas barato por diez años, lo que facilita la recuperación económica de Ucrania. No es jaque mate a Europa occidental, pero sí una gran jugada.