Sin brillar futbolísticamente, y en medio de polémicas, el rosarino se mostró más líder que nunca durante la Copa América. Los antecedentes que explican su nuevo rol y el reto de combinar el temperamento con el juego en un equipo que mostró recambio.
25 de julio de 2019
Rebeldía. El astro abandona el estadio Mineirao de Belo Horizonte, escenario de la victoria de Brasil sobre el conjunto albiceleste, el 2 de julio. (Magno/AFP/Dachary)
La primera imagen del último Lionel Messi podría ser la del 26 de junio de 2016, cuando salió del vestuario del MetLife Stadium, en Nueva Jersey (Estados Unidos) y después de haber perdido la segunda final de la Copa América con Chile le anunció a un periodista que la selección estaba terminada para él. Fue un acto que, a la distancia, resultó impulsivo. Messi nunca se fue de la selección: apenas lo volvieron a convocar, unos meses después, estuvo. Pero en marzo del año siguiente apareció la segunda imagen del último Messi: los insultos contra el asistente arbitral en el partido con Chile por las eliminatorias sudamericanas, en lo que fue el debut de Claudio Chiqui Tapia como presidente de la AFA. La nueva conducción realizó el trabajo para reducir una sanción de cuatro partidos que, de no haberlo logrado, le hubiera impedido al rosarino jugar el partido frente a Ecuador que llevó a la Argentina a Rusia 2018. Y entones llegó la tercer imagen del último Messi, el posmundialista, el de la Copa América, un líder que ve tarjetas y que arremete contra el poder de la Conmebol. Tapia tiene otra vez que trabajar para que no lo sancionen.
Son tres imágenes de los últimos tres años, pero quizá recién ahora se comienza a visualizar con precisión el Messi que salió por completo a la superficie en Brasil. Incluso, podría agregarse una cuarta, su posteo en Instagram durante la Copa América Centenario, enojado por la demora en un vuelo, cuando escribió: «Qué desastre son los de AFA por dios!!!». Lo que mostraban sus antecedentes era que algo germinaba. El impulso de la renuncia después de la tercera final perdida, la bronca de los insultos por el arbitraje frente a los chilenos, incluso el liderazgo futbolístico en la noche de Quito que permitió el pasaje a Rusia eran algunos adelantos. Pero en la selección argentina todavía estaba Javier Mascherano, el ventrilocuo de Messi. En su biografía sobre el rosarino, el periodista Leonardo Faccio habla con Mónica Dómina, la maestra que Messi tuvo entre primer y cuarto grado. Dómina le cuenta que el chico era muy tímido. «¿Y cómo hacía para incentivarlo a hablar?», le pregunta Faccio. «Tenía una amiga que se sentaba atrás suyo y me transmitía a mí todo lo que él quería decir», le contó la maestra.
Mascherano fue el intérprete de Lio, un rol que ocupó en la selección y también en el Barcelona. Pero que se terminó en Rusia 2018, quizá con la peor versión. Allí se vio un Messi en silencio, imposible de descifrar. Durante los días en Bronnitsy, el pueblo a las afueras de Moscú en el que se concentró la selección, Mascherano pareció, más que nada, un intérprete de sí mismo. Con la eliminación, Messi se fue en silencio de Rusia, desapareció de la escena con tanto sigilo que no fueron pocos los que presagiaron, esta vez sí, su final con la selección.
Distinto tiempo
Pero su retorno, después de una ausencia breve, fue en voz alta. Primero en una gira periodística en la que se abrió como nunca. «El que no me quiere lamentablemente me va a tener que seguir aguantando un poquito más», anunció con tono desafiante. Se venía la Copa América. Y fue en Brasil donde la comandancia messiánica terminó por establecerse y también por quebrar ciertos mitos. Con Lionel Scaloni como técnico todavía interino, la selección emprendió una renovación que, por lo visto, no era obturada por Messi, a quien se lo acusaba de bajarle el pulgar a jugadores y empujar a otros. Supuestos nombres prohibidos, como Paulo Dybala o Giovani Lo Celso tuvieron su lugar en el equipo. Viejos amigos de Messi, como Ángel Di María, tuvieron que correrse hacia el banco. Pero, además, hubo una vinculación de Messi con los nuevos, con los más chicos, incluso con los sparring que viajaron a Brasil.
Es cierto que la experiencia de la Copa América, con el tercer puesto contra Chile, deja la imagen de Messi acusando de corrupción a la Conmebol. También es cierto que luego sobrevendría la expulsión ante la provocación de Gary Medel y su ausencia en la entrega de medallas por el tercer puesto. Pero lo central estuvo en el apoyo de Messi hacia Scaloni, cuando dijo que estaría bien su continuidad. Ese acto quizá haya expresado como ningún otro su liderazgo.
Buenas noticias
De todos modos, lo simbólico muchas veces se impone sobre lo práctico. Y entonces a las críticas a la Conmebol, a la expulsión, a decir que todo estaba arreglado para Brasil, el llamado «Messi maradoniano» le sumó cantar el himno, tal como exigían los críticos. Lo hizo durante un torneo en el que no fue el mejor, incluso tuvo partidos por lo bajo de lo terrenal que supone ser Messi. Y, sin embargo, la selección salió adelante, otra noticia que impacta: romper con lo que se creía era la messidependencia. Si fue una noticia, fue una buena noticia. Ahora le quedará equilibrar ambas dimensiones, la simbólica y la práctica. La de los gestos con la del juego. Si es por comparar, Maradona era el que insultaba al público italiano que silbaba el himno en 1990 pero también el que comandaba el juego de la selección. Messi, con 32 años, puede ser todavía muchos Messis más.