Presiones económicas y organizacionales imponen a los trabajadores prácticas que contradicen sus valores personales, minando su calidad de vida. ¿Qué papel juegan las nuevas estrategias empresariales? La visión del psicoanalista Christophe Dejours.
25 de julio de 2019
(Pablo Blasberg)
Probablemente el contador que suma un gasto injustificado a la lista por indicación «como al pasar» de uno de sus jefes, el ingeniero civil de una gran obra que es obligado a idear un argumento «técnico» para obligar a un contratista a trabajar de más y llevarlo a la quiebra, el periodista al que se le encarga un artículo basado en información más falaz que dudosa o el técnico de control de calidad que deja pasar equipos con fallas para que no baje la productividad de la empresa habrían negado tajantemente ser capaces de hacer esas cosas si alguien se los hubiera preguntado poco antes. Es más: lo negarían con total sinceridad.
Pareciera ser entonces que, más allá de lo que cada cual piense sobre sí mismo y sobre su trabajo, hay condiciones que facilitan o dificultan el poder de decir «no» o de aceptar con naturalidad una imposición fuera de código. Desde «todos tenemos nuestro precio» hasta «la necesidad tiene cara de hereje», el refranero popular da cuenta de esta obsesión por saber cuál es el punto de quiebre del sentido ético, porque cuando eso sucede, el sentimiento de derrota se experimenta en la mente, en el cuerpo y en la salud.
Ese «sufrimiento ético» fue uno de los temas centrales de Christophe Dejours, psiquiatra y psicoanalista, director del Laboratorio de Psicología del Trabajo del Conservatorio Nacional de Artes y Oficios (CNAM, por sus siglas en francés) de París, en su última visita a la Argentina. A diferencia del malestar y del daño físico y mental que suelen provocar de por sí las malas condiciones laborales (entre ellas, no llegar a fin de mes), las relaciones opresivas o el simple hecho de que a la persona no le guste su trabajo, el «sufrimiento ético» aparece cuando el trabajador siente que su tarea puede perjudicar a otros o va contra su propio sentido ético. Dejours citó como ejemplo típico el de muchos empleados de call centers, cuyo salario depende de su astucia y frialdad para vender productos o servicios que las personas a las que llaman –en especial adultos mayores– no necesitan, no comprenden para qué sirven o directamente no desean. La creciente precarización laboral sin duda es un factor que impulsa esta tendencia a nivel mundial, aseguró, pero este «sufrimiento ético» se da también, cada vez más, en profesiones con alta estabilidad y altos salarios.
En una conferencia organizada por la Asamblea General Docente de la UBA y la editorial Topía, Dejours sostuvo que si bien siempre hubo formas de dominación y de maltrato laboral (basta recordar, antes del capitalismo, la esclavitud), la emergencia de este sufrimiento ético como marca particular de hoy tiene que ver fundamentalmente con nuevas modalidades de organización –posteriores al fordismo e incluso al toyotismo– que tienden sobre todo a la disolución de toda forma de cooperación y de solidaridad entre quienes participan de un mismo ámbito laboral.
Estrategias de supervivencia
Dejours estudió de cerca el fenómeno emergente del suicidio en el lugar de trabajo. En Francia comenzó a darse hace una década en trabajadores de alto rango en empresas como Renault y France Telecom, donde procesos judiciales recientes establecieron que la organización tenía parte de la responsabilidad (ver Un caso…). «Si antes no había suicidios del trabajo es porque había solidaridades, había cooperación y no se dejaba a un miembro del equipo hundirse en la depresión, se lo socorría», asegura Dejours en El sufrimiento en el trabajo (Topía, 2019).
En su libro El acoso moral (Paidós, 1999), la psicóloga y psicoanalista francesa Marie-France Hirigoyen denunciaba las relaciones de maltrato y abuso que suelen establecerse entre jefes y subordinados y que llevan a estos a la descompensación psíquica. Pero explicar mediante el «goce perverso» de los jefes la proliferación de estas prácticas nada dice, según Dejours, sobre por qué se instalan a nivel global formas de maltrato y degradación que la organización racional de una institución, en teoría, debería impedir.
¿Es el sistema mismo el que «selecciona» a individuos con características psicopáticas o «sin ética» para los niveles jerárquicos? A Dejours esta explicación no lo satisface. «Muchísimos gerentes de empresas reciben formaciones específicas para el acoso dadas por psicólogos», y entre ellos, sostiene, «no hay solamente perversos». «Pero cuando uno es gerente hay que mostrarse realista, eficaz y sobre todo valiente –señala en su libro con un toque de ironía–. Llegamos aquí al colmo de la inversión de la razón moral: cuando el coraje consiste en mostrar su aptitud para infligir el sufrimiento a otro [que] es inocente y no tiene medios para defenderse». Algunas de estas capacitaciones a cargo de «expertos» circulan como perlas del género en internet, destilando una cínica filosofía del «matar o morir» como estrategia de supervivencia en el medio.
Lo esencial de este maltrato, sintetiza el francés, es que ocurre delante de todos, como una forma de disciplinamiento colectivo. «Puedo reprobar el acoso en el trabajo y, sin embargo, dejar que ocurra ante mis ojos sin oponerme». Cuando la persona se acopla a ese mecanismo perverso todo parece natural, «pero las personas comunes tienen un sentido moral, y uno no hace lo que quiere con su sentido moral». Ese sería, justamente, el origen mismo del sufrimiento ético en el mundo laboral de hoy, un malestar que generalmente se sufre en silencio, pero le pasa factura a la salud física y mental.
El fin de lo colectivo
Además de la versión más ramplona y falaz de la «supervivencia del más apto», la ideología neoliberal desarma toda idea de lo colectivo con aquel principio enunciado por Margaret Thatcher en los años 70: «No hay sociedad, solo individuos». Según Dejours, la evaluación individualizada del rendimiento es la piedra angular de los nuevos modos de organización empresarial afianzados en las últimas dos décadas, y es el principal sostén de esa estructura que naturaliza y avala el sufrimiento ético, muy emparentado, sostiene, con el concepto de «banalidad del mal» que planteaba Hannah Arendt: las malas acciones se «diluyen» en la cotidianeidad, donde cada uno hace su parte y nadie es responsable por el todo.
En este «giro de la gestión» que ha dado el mundo del trabajo, la organización «deja de ser implementada por ingenieros, como sucedía con la producción en serie, y pasa a ser planeada por administradores, que no conocen el trabajo». A diferencia de la vieja planificación a cargo de ingenieros, casi siempre más en contacto con el entorno material real donde el trabajo se realiza, «los objetivos del management son puramente cuantitativos», explica Dejours.
Así, según el francés, el «trabajo vivo» se vuelve virtualmente invisible desde la mirada de los niveles jerárquicos, para los cuales solo existen «tareas a resolver», funciones a cumplir, y las dificultades que el trabajador experimenta en ese cumplimiento no serían más que «errores» o «fallas del sistema». La «tarea» virtual y la «actividad» real sufren un divorcio mutuo que se reproduce en cada uno de los escalones de la organización. Para Dejours, solo la reconstitución de la subjetividad del trabajador –a través de lo que llama «clínica del trabajo»– y de los lazos sociales y colectivos puede unir lo que el sistema ha separado.