El equipo argentino superó las expectativas y logró el segundo puesto del certamen disputado en China. Herederos de la Generación Dorada, los dirigidos por Sergio Hernández clasificaron para los Juegos Olímpicos de Japón 2020.
25 de septiembre de 2019
Garra y estrategia. Tres argentinos bloquean el intento del jugador serbio. La defensa fue uno de los puntos más altos del equipo. (AFP/Dachary)
No fueron pocos quienes durante el Mundial de China, subidos a una ola exitista, reclamaban que la sociedad argentina tenía mucho por aprender de la selección de básquet. Es un recurso bastante utilizado cada vez que aparecen triunfos y, sobre todo, cuando esos triunfos generan una emoción colectiva. El fútbol tiene que mirar al básquet, dicen. O se les ocurre que el básquet tiene que ser mostrado en las escuelas. Y sostienen que hay una disputa entre el país del básquet versus el país de Diego Maradona, como si fueran países distintos. «¿Podrá la política imitar el ejemplo del básquet?», se preguntó el empresario Adrián Suar en el diario Clarín. «¿Y si los enviamos a reperfilar la deuda con el Fondo?», fue lo que propuso un columnista en La Nación. El equipo de Sergio Hernández, medalla de plata en el Mundial, un logro por encima de los objetivos más inmediatos, generó esas reacciones exageradas, aunque su éxito deportivo no pueda ser modelo para otras disciplinas porque cada una tiene sus propias características, su universo y su contexto.
La clase política no es un plantel de doce jugadores a los que hay que administrar el físico y el ego. Y el país no es un aro de básquet, aunque la Casa de Gobierno haya amanecido al día siguiente de la final con uno de ellos colgado de su balcón. Las metáforas pueden ser muy bonitas para ser leídas, pero la realidad está lejos de parecerse a esa idealización. Cuando Juan Ignacio Pepe Sánchez, miembro de la Generación Dorada, presentó el Dow Center, su moderno complejo bahiense para la preparación de alta compencia, contó que lo que procuran era humanizar el sistema trabajo de los basquetbolistas. «Buscaremos formar integralmente a deportistas profesionales, que no son ni más ni menos que personas que, durante un rato, hacen muy bien un deporte», contó. Los jugadores de la selección que llegó a la final en China no son más que eso: jugadores que juegan muy bien al básquet. Llevarlos a otra discplina no tiene sentido.
Y fue en el Dow Center, la casa estilo NBA de Bahía Basket, donde la selección comenzó su preparación final para el Mundial de China. Por esos días, Luis Scola se convenció de que el equipo estaba en condiciones de cumplir el objetivo de clasificarse a los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 y que, si eso se conseguía, había que pensar en llegar a las semifinales mundialistas. Antes había que hacer una escala en los Juegos Panamericanos de Lima, donde obtendría el oro, y donde Oveja Hernández les diría a sus jugadores, durante un tiempo muerto, algo que sonaría premonitorio tiempo después: «¿Qué quieren para motivarse? ¿Una final del mundo?». La final del mundo iba a llegar.
Es cierto que este equipo significaba una renovación, aunque, como dice el propio Hernández, la renovación en la selección de básquet fue permanente en estos años. Una clave habría que buscarla en los entrenadores. Rubén Magnano condujo el equipo en Atenas 2004 con Julio Lamas como asistente. Hernández fue asistente de Lamas y, a la vez, el que condujo al equipo que ganó el bronce en Beijing 2008, donde Lamas fue su asistente. Hubo una coherencia en la línea de tiempo, con la aparición también de otros colaboradores como Gonzalo García, Nicolás Casalánguida y Silvio Santander. Maximiliano Seigorman, Juan Gatti y Gabriel Piccato, junto a Santander, conformaron el staff técnico en China.
Son los nombres detrás del equipo, los que se mantienen fuera de escena, la otra cara de la renovación del básquet argentino, que también es una continuidad. Scola es el eslabón perdido de lo que fue la Generación Dorada. Ya no está Andrés Nocioni, no está Fabricio Oberto, no está Pepe Sánchez, ni Pablo Prigioni ni Carlos Delfino. Tampoco está Emanuel Ginóbili, que miró los últimos partidos desde el costado de la cancha. El que está es Scola, el eslabón perdido, el que une la epopeya de Indianápolis con la épica de China, diecisiete años después. Aunque el legado dorado fue, sobre todo, una construcción colectiva. Dicen que el básquet es el deporte más colectivo entre todos los deportes colectivos porque nada se obtiene por un jugador. Se necesita una maquinaria aceitada. Argentina la tuvo.
El próximo objetivo
Si hubo un jugador por encima de todos fue Facundo Campazzo. El equipo se movió al ritmo del base del Real Madrid, con enormes picos en los juegos frente a Serbia y Francia. Contó con un complemento ideal, Nicolás Laprovittola, su compañero en el equipo español, que aportó una lectura de juego fundamental. En ellos se expresaba una idea que encontraba ramificaciones en otro jugador del Madrid, Gabriel Deck. La defensa encontró dos titanes como Marcos Delia y Patricio Garino. A ellos se sumaba Luca Vildoza, que fue creciendo con el correr del Mundial. El resto del plantel aportó en los minutos que le tocó jugar, de Nicolás Brussino a Máximo Fjellerup, de Tayavek Gallizzi a Agustín Caffaro y Lucio Redivo, el jugador con menos minutos.
Antes de la final con España, Hernández llegó a decir que se trató del mejor equipo que le tocó dirigir. Una selección que no tuvo miedo de enfrentar a pares que, a priori, podían tener más herramientas para utilizar en la cancha, y que apeló a todos los recursos disponibles para superar a sus rivales.
Esta selección de básquet, hermana menor de la Generación Dorada, hijas ambas de la Liga Nacional, nietas las dos de los campeones de 1950 –la Generación Borrada, perseguida por la dictadura que se instauró luego del golpe al gobierno constitucional de Juan Domingo Perón–, ya tiene en el futuro a Tokio 2020, su nuevo gran objetivo. Es un espíritu de continuidad. Se trata de una generación de jugadores que pueden mirar el espejo retrovisor con orgullo, el espejo donde aparece Manu, y que miran hacia delante con las ganas intactas. No necesitan aparecer como el ejemplo de una sociedad, no necesitan que les otorguen responsabilidades que no tienen. Les alcanza con jugar muy bien al básquet. Y con eso emocionan. Es suficiente.