Falta de insumos, batallas con los prestadores, tratamientos que no se cumplen y obstáculos en el ámbito educativo describen un escenario cotidiano para las personas con discapacidad y sus familias. Recortes presupuestarios, el legado del Gobierno saliente.
13 de noviembre de 2019
Sillas vacías. En noviembre de 2018, organizaciones de discapacitados marcharon a Plaza de Mayo para protestar contra los ajustes en el área. (NA)Martín tenía un año y medio cuando su mamá, Patricia, notó que algo no andaba bien. El pediatra insistía en que no se preocupara, pero ella, que diez años antes había tenido a Facundo, estaba segura. Martín la había dejado de mirar, cada vez hablaba menos y nada parecía calmarlo. Un día, cansada de insistir, decidió consultar con una neuróloga. En la primera visita les anticipó un diagnóstico. El cuadro parecía ajustarse a un trastorno del espectro autista. «Fue un shock, pero lo peor estaba por venir», cuenta hoy, después de cinco años de peleas con las obras sociales, amparos, entrevistas en todo tipo de escuelas y consultas con toda clase de especialistas. «Primero hay que conseguir el certificado de discapacidad. Una vez que eso está resuelto, empiezan los problemas para que te autoricen las terapias, o para conseguir los turnos. Sencillamente no te los dan porque tal vez la obra social no está al día con los pagos. Después está el colegio. De pronto, no hay vacante en ninguno o te dicen “No se preocupen, los vamos a llamar”. Pero ese llamado nunca llega. Es desesperante».
El relato de Patricia es tan solo un ejemplo de las situaciones que hoy debe enfrentar una persona con un problema de discapacidad en nuestro país. Falta de insumos, batallas con los prestadores de salud, tratamientos que nunca se cumplen en las condiciones requeridas describen un escenario que parece repetirse y que durante los últimos años empeoró profundamente a partir de los recortes realizados por el Gobierno de Mauricio Macri.
La última embestida fue el intento por parte del oficialismo de reducir la cantidad de sesiones de terapia por mes estableciendo un tope de tres profesionales por paciente, algo que para los especialistas atentaba contra un derecho fundamental, ya que el número debe regirse por el tipo de tratamiento que demanda cada diagnóstico. La respuesta de las organizaciones y espacios vinculados con el tema fue tan fuerte que finalmente tuvieron que dar marcha atrás y derogaron la resolución. «Era desastroso. Por ejemplo, no precisaban quién iba a determinar la cantidad de sesiones por semana. ¿La Superintendencia, el médico tratante o la obra social? Eso ya suponía un caos», advierte Florencia Poletto, directora de Khipu, un centro categorizado que se especializa en la integración escolar.
Uno de los puntos que más asperezas generó fue el fundamento que se intentó utilizar para justificar los recortes. De acuerdo con el texto, la restricción en los tratamientos apuntaba «a revalorizar el derecho del niño con discapacidad al descanso, al esparcimiento, al juego y a las actividades recreativas propias de su edad». «En primer lugar, se desconocía que no todas las personas con discapacidad son niños. ¿Qué iba a pasar con los adultos? Por otro lado, es cierto que el tiempo libre es un tiempo valioso, pero muchos de estos niños pueden disfrutar de él gracias a los tratamientos recibidos», agrega Poletto.
Ahora, todas las miradas están puestas en el Nomenclador de Prestaciones Básicas, que es el que fija la retribución salarial de aquellos profesionales como los maestros integradores, psicopedagogos y otros prestadores independientes que constituyen un soporte fundamental de los tratamientos. «Desde 2016 a la fecha, el honorario siempre estuvo considerablemente por debajo de la inflación. Para tener una referencia, en diciembre de 2015 la hora por prestaciones de apoyo estaba a un valor equivalente a 16,45 dólares, y ahora, con el último aumento que han dado en septiembre, es de 11,10», explica la titular de Khipu. Pese a este escenario recesivo, al momento de la derogación la Superintendencia planteó la necesidad de revisar la norma que fija el nomenclador, algo que –dados los antecedentes– generó mucha alarma en el sector. No obstante, el resultado electoral ha puesto puntos suspensivos en el tema y hay quienes ya ven con cierto optimismo el cambio de Gobierno.
«Acá el objetivo tiene que ser que una persona con discapacidad pueda ir hacia una vida independiente. Para eso hay que darle todas las herramientas, de forma que llegue a la vida adulta y pueda trabajar, y ser autónomo. Obviamente, cada caso es singular y el médico decide lo que esa persona necesita, pero el Estado lo debe garantizar», sostiene Rosa Scioti, coordinadora de la Asociación Síndrome de Down de Argentina (ASDRA). Rosa, además, es la mamá de Leila, de 26 años, que padece dicha alteración genética. «Leila está estudiando turismo y como está en un nivel terciario, no puede contar con un acompañante, a pesar de que la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, ratificada por ley en nuestro país hace más de diez años, establece que deben estar cubiertas las necesidades de todos, incluidas las personas en la vida adulta», relata y aclara que hasta ahora no ha recibido una solución.
No hay derecho
«La Ley 24.901 es única en el mundo, apelando y usando a nuestro favor la hegemonía de los médicos, el sistema de las obras sociales pasó a quedar comprometido a la cobertura de un conjunto de prestaciones. De esta forma, si ese facultativo da su diagnóstico, el sistema tiene que garantizarle a la persona la satisfacción de todas sus necesidades», evalúa Horacio Joffre Galibert, de APAdeA. No obstante, los progresos registrados en la arquitectura legal también suponen un correlato negativo: básicamente, la judicialización de las demandas de los usuarios, que aparece como única respuesta frente a la falta de políticas públicas que atiendan sus necesidades.
Scioti lo resume bien: «¿Cómo se pueden limitar los derechos adquiridos? A través de la burocracia». Por ejemplo, una de las dificultades que se citan respecto a este último año son las trabas a la hora de conseguir el certificado de discapacidad. «En este último tiempo han aumentado las restricciones. En mi caso, atiendo un paciente con un diagnóstico crónico, que lo ha venido renovando desde sus 18 años. Hoy tiene 57 y es la primera vez que se lo dejan en suspenso desde marzo. Esto implica que el Estado no se está haciendo cargo ni de su tratamiento psiquiátrico, ni del psicológico o el farmacológico, y los medicamentos psiquiátricos que toma son carísimos. Es un paciente que de 2006 a 2012 cursó dos carreras de grado gracias a su tenacidad, pero también al Estado que lo ha sostenido», reflexiona Poletto. Tampoco se cumple con el cupo laboral del 4% para personas con discapacidad en el sector público (ley 25.689). Según el registro de personas con discapacidad en la Administración Pública Nacional, actualmente el porcentaje solo alcanza un 0,98%.
Todo configura un cuadro de grandes dificultades, al cual hoy se suma mucha incertidumbre. Patricia lo resume con angustia, aunque no se abandona a la resignación: «Muchas veces la única respuesta que quedan son los amparos, pero muchos padres no los pueden pagar. Después están las escuelas, que no solo te niegan la vacante. Una vez que lo lográs, en la mayoría de los casos no quieren a las acompañantes, obligándolas a trabajar en un clima hostil. La verdad es que tu vida cambia para siempre. Pero por eso mismo, entonces, es necesario luchar. La meta tiene que ser garantizar un sistema donde todos tengan las mismas posibilidades de crecimiento».