25 de febrero de 2014
La organización de un Mundial de fútbol va siempre más allá de la pasión popular. A nadie escapa que el «juego» está en función de muchos otros intereses económicos y políticos. Brasil lo vive ahora, cuando falta tan poco para el anhelado Mundial, aunque la hora del disfrute no llegó, salvo para los auspiciantes que llenan de publicidad cuanto espacio encuentran disponible. Este Mundial, en particular, está profundamente teñido de política, y su resultado puede incidir en las presidenciales de octubre, cuando Dilma Rousseff se juega la reelección, y el PT, la continuidad del proyecto iniciado por Lula en 2002. La situación no es sencilla. El año pasado hubo manifestaciones contra el alza del boleto del transporte, que se extendieron a un cuestionamiento de las millonarias inversiones en estadios e infraestructura. En un mundo donde las encuestas suelen marcar el pulso político, la mayoría señala que más del 70% de los brasileños está en desacuerdo con los gastos realizados. Casi todos los sondeos también señalan que Dilma vencerá. Sin embargo, en un país dotado de finas y suaves arenas, el camino puede estar plagado de piedras. Río de Janeiro, donde se jugará la final del Mundial y que será sede de los Juegos Olímpicos de 2016, se ha convertido en centro de las polémicas. Algunas de las obras de infraestructura quedarán para todos los sectores de la ciudad, que tiene «oficialmente» más de 1.000 favelas, pero otras parecen estar diseñadas pura y exclusivamente para las clases medias altas. Es muy probable que las protestas se intensifiquen antes del Mundial, como lo demuestran los debates en el gobierno sobre nuevas leyes para reprimirlas. Los grandes medios de comunicación –opositores de siempre del PT– no son ajenos a la extensión de un clima de malestar, porque apuestan a la derrota de Dilma. Saben que el Mundial será una oportunidad para hacer grandes negocios, pero también para erosionar el poder del Gobierno.