28 de mayo de 2014
América Latina y el Caribe, como región, todavía está atravesada por numerosos conflictos territoriales que no parecen tener solución a corto plazo. Algunos son herencia de la delimitación de las fronteras realizada por las potencias coloniales en su disputa por ampliar sus espacios conquistados y de los procesos de independencia del siglo XIX. Otros son producto de problemas recientes y de disputas por proyectos que necesariamente afectan las fronteras, como sucede entre Nicaragua y Costa Rica, enfrentados por la utilización del río San Juan para un canal interoceánico que planifica el gobierno de Daniel Ortega.
Muchos de estos conflictos terminaron en guerras que dejaron heridas abiertas y fueron aprovechados por gobiernos militares para sacar a relucir sus espadas con un discurso nacionalista y abiertamente racista hacia sus «hermanos» vecinos. En este contexto, es significativo que, durante su reciente visita a Chile, el presidente de Ecuador, Rafael Correa, reivindicara una salida al mar para Bolivia y Paraguay. Ante el reclamo boliviano, existe un amplio consenso que unifica tanto a los que gobernaron Chile en democracia como a los militares de la dictadura. Los alegatos progresistas todavía están impregnados de una retórica antiboliviana. Cuesta creer que esos sectores estén atrapados en el discurso del pasado y no contemplen las necesidades actuales de dos países que no tienen salida al mar. Basta mirar el extenso mapa de Chile y sus 4.000 kilómetros de costa para preguntarse por qué Bolivia no podría tener un puerto propio sobre el Pacífico. Si el abrazo entre San Martín y O’Higgins ha quedado como un verdadero hito de la independencia latinoamericana, existen motivos para preguntarse si un abrazo entre Evo Morales y Michelle Bachelet en un puerto boliviano sobre el Pacífico no sería un punto de partida para que la «integración latinoamericana» se convirtiera en realidad y no fuera una mera frase desprovista de contenido.