De cerca

Teatro político

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La dramaturga Eva Halac comenzó a montar obras en su infancia. Después de seguir otro camino en la universidad, encontró en el escenario su lugar de expresión. La influencia de la literatura.

 

Hija de un dramaturgo y una titiritera, Eva Halac ha ganado su propio lugar en la escena local como dramaturga y directora de notable versatilidad e imaginación creadora. Formada con Agustín Alezzo en actuación, con Ricardo Monti en dramaturgia y con Ángel Elizondo en mimo (también estudió Ciencia Política en la UBA), tiene su propia compañía de títeres y ha montado obras con muñecos, varias óperas, espectáculos de intervención urbana y de experimentación teatral. Además de dirigir sus propias piezas –la más reciente es la exitosa Café irlandés–, Halac ha llevado a escena diversas obras, y en particular de autores argentinos, como Un guapo del 900, de Samuel Eichelbaum, o El reñidero de Sergio De Cecco. Reflexiva y cálida, aureolada por una cabellera de fuego y una voz llamativamente musical, Eva se entrevistó con Acción en un bar de la calle Corrientes.
–¿Cómo te decidiste por el teatro?
–No fue una decisión. El teatro siempre estuvo al final del laberinto. Mi familia se dedica al teatro y, en ese sentido, siempre hubo un llamador alrededor mío, desde que me acuerdo. En realidad, el teatro ofrece tantas alternativas y tantas posibilidades, que es como ser varias personas a la vez y viajar por el mundo. Más que una decisión fue un pasaje hacia una aventura. Por eso siento que es por hoy, que estoy de paso: mi camino se hace al andar.
–¿Pero cuándo comenzó ese camino?
–No sé, a los 6 años hacía teatro en casa, porque mi madre tenía en el living un teatro de títeres.
–¿Y ella te enseñó a manejar los títeres?
–No, fui aprendiendo sola, como en una infancia de circo. Creo que eso me dio mucha libertad respecto del teatro de repertorio, el más tradicional. El titiritero es un actor que tiene mucha libertad para hacer varios personajes a la vez, y su tarea es muy creativa. Cuando era chica, ensayaba con otros chicos El caballero de la mano de fuego, de Javier Villafañe: la dábamos y cobrábamos entrada. Mi madre hacía muchas fiestas en mi casa y venía todo el mundo: Villafañe, Rivas, De Cecco, el peluquero del barrio, el almacenero; un público muy variado. Así que no puedo saber cuándo realmente comenzó ese camino. Además, nunca pensé que me iba dedicar al teatro como un oficio, como una profesión. Mientras tanto quise hacer otras cosas, como estudiar Ciencia Política en la facultad. Pero todo eso me sirvió para volcarlo a la experiencia teatral: no fue tiempo perdido. Todavía hoy tengo un teatro de títeres.
–Como en tu infancia.
–Sí, porque yo jugaba al teatro. La gente llegaba a cierta hora, hacía cola y pagaba su entrada. El espectáculo se ensayaba y después se daba. A veces hacíamos programas de mano. Era un juego completo. La gente piensa que el juego sólo es en el escenario, pero abarca todo lo demás.
–¿Tus padres te estimulaban?
–Mis padres eran muy libres, muy independientes. Eran padres de los 60 y nunca me dijeron que haga esto o aquello o que no lo haga. Esa forma de ser de ellos resultó muy estimulante para mí. A lo sumo mi madre quizá se preocupó un poco más por los dolores de cabeza que podía darme el teatro. En realidad, me estimularon a que me interesara por cosas más allá del teatro. Empecé a estudiar Ciencia Política en 1986, más o menos.
–¿Ya habías estudiado teatro?
–Yo estudié teatro ya de grande, porque me parecía que no era algo que debía estudiar. Pero mi interés por las ciencias políticas no me parecía alejado del teatro, ni de las conversaciones de mi casa, ni de los libros que había. La atmósfera de esa época en la que yo crecí está en Café irlandés, esa mezcla de literatura y política que siempre sentí muy cercana. Se hablaba mucho de política, pero en el fondo se hablaba de literatura. Ese era mi mundo: mi padre dramaturgo, mi madre titiritera, sus amigos, sus lecturas.
–¿También de chica ya escribías?
–Siempre escribí y de chica escribía obras. También escribía cuentos, pero no me lo tomaba en serio: era parte del juego. Después, cuando fue necesario que pagara las cuentas, utilicé eso, que me daba placer, para pagarlas. Quizá eso me llevó a sostener una continuidad, especialmente desde que me separé y empezamos a vivir solas con mi hija. De todas maneras, lo que me atrae mucho del teatro es que no se trata de un oficio definitivo y uno siempre tiene que empezar de nuevo.
–Benjamin dice que Brecht siempre empezaba de nuevo.
–Es que a mí me gusta también la escultura, la literatura. Por eso adapté obras literarias para el teatro de títeres, por eso escribo piezas teatrales. Para mí, adaptar La invención de Morel fue, sobre todo, un placer estético, no una decisión profesional. Seguramente construí un camino en función de eso, pero no hay en ello nada definitivo. Hoy la sociedad pide definiciones; sin embargo, yo tengo un espíritu más renacentista y una relación más ambivalente con las artes. Mi idea del teatro es wagneriana.


–¿El teatro como arte total?
–Y… sí. Además, yo entiendo el arte desde un punto de vista casi religioso, en el sentido de que mi relación con el teatro se vincula más con el conocimiento que con el teatro mismo.
–¿De allí tu interés por la literatura?
–El teatro es una rama de la literatura.
–Una concepción que hoy escandalizaría a muchos.
–Sí, pero el teatro tiene muchos derechos antiguos para llamarse literatura. Por supuesto que tiene recursos propios y una indiscutible potencia de condensación de imágenes, de atmósferas, de pensamientos. El director es el que tiene que trabajar para revelar al espectador esas imágenes ocultas en los diálogos, en la obra del dramaturgo. Mi punto de partida es siempre una imagen.
–¿Enseñanza del maestro Ricardo Monti?
–Claro, sí. Y él lo podría explicar mejor que yo. Pero también hay una emoción relacionada, porque de lo contrario no se podría hacer ficción como producción de sentido. Y hay siempre algo personal. Cuando adapté La invención de Morel, me interesó esa idea de Bioy del amor como una ficción poética, como trascendencia de la vida en la muerte. En realidad, mi relación con el teatro es a través de la literatura. Como directora, me cuesta trabajar textos sin unidad estética y sin una imagen a partir de esa estética. El teatro argentino ha logrado interesarme cuando tiene por unidad estética la identidad, un lugar en el que aprendí a reconocer la belleza, y una gran belleza. Encontré una gran sofisticación que aparece, sin embargo, con símbolos conocidos, un lenguaje conocido, una mirada conocida. Eso me ocurrió con el teatro de Eichelbaum, de De Cecco, con el Juan Moreira. Después, no me interesa tanto Arthur Miller como Tennessee Williams.
–¿Cómo es eso?
–Digo que me interesa más Tennessee Williams porque trabaja con una imagen más inconsciente y es menos didáctico que Miller. En Tennessee Williams hay un mundo poético, ensoñado, donde los personajes están completamente expuestos y eso me parece conmovedor. Lo mismo me ocurre con Chéjov, pese a que son autores que nunca llevé a la escena.
–¿Y qué significa llevar a escena una obra tuya?
–Tiene que ver con circunstancias personales. Me acuerdo que cuando estrené Español para extranjeros, que sucede en época del virrey Liniers, yo venía de un período de gestión en el Teatro Cervantes. En la obra yo trabajaba el tema de la autoridad y, más allá del placer en bucear en la historia, eso respondía a una inquietud personal. Por otro lado, creo que la necesidad de encarnar a los personajes, de verlos en escena, hace que estrene alguna obra mía. La mayoría vuelve sobre el problema del conflicto entre el idealismo y lo pragmático, sobre el deseo enmascarado en situaciones heroicas o imposibles, sobre el misterio del arte. Pero dirigir siempre es un desafío, porque se trata de poner en un espacio creíble un texto poético. Sin duda, encontrar una verdad cotidiana en un texto poético es el mayor desafío de un director, en mi opinión: es fabuloso hallar esa luz.
–¿Hubo un momento crucial en tu camino por el teatro?
–Cuando salgo del teatro de títeres y hago Sonata de otoño, de Valle Inclán, con teatro de muñecos sobre un escenario, en 1993, en la sala Cunil Cabanellas del Teatro San Martín. Lo hacía los días martes. Sentí que estaba haciendo algo distinto. Además, era un espectáculo sumamente estético: había muñecos transparentes o blancos, se jugaba con la iluminación, los textos estaban fragmentados. Fue una puerta que abrí y que todavía no termino de contar todas las cosas que encontré al abrirla.
–¿La posibilidad de la experimentación teatral, por ejemplo?
–Siempre hay experimentación en el teatro. Es un arte con mucho de conjetural y azaroso. En realidad, uno no tiene más que certezas para que se pueda producir la experimentación. Cada vez que encaro un proyecto, no puedo hacerlo sin un grado de experimentación. No sé cómo lo haría. Tal vez por haber hecho formas muy diversas de teatro, hay algo en mí que se modifica permanentemente y que actúa sobre el proceso de creación. Y eso ocurre también con los actores. Si el equipo trabaja en serio, tiene que reflexionar sobre el material. El espectáculo debe partir de cero para alcanzar una ontología que no existía antes. Se trata de hallar el todo en la parte, en darle consistencia a lo infinito con medios finitos. No sé cómo haría teatro sin reflexionar sobre esos problemas.
–Pero ¿qué criterio te lleva a elegir una obra para su puesta en escena?
–Es una intuición que me despierta el material: las posibilidades escénicas que tiene, el desafío que implica. También es importante el significado que tiene hoy una pieza, porque el teatro es un arte contemporáneo a su tiempo. Lo mismo respecto de los actores y los personajes. Me importa evaluar cuánto de sí mismo puede dar el actor con ciertos personajes, en función de que logre algo vivo en la escena. Es cierto que, en general, las buenas obras son siempre vigentes, pero aparecen distintas capas de lectura de acuerdo con la situación en que nos encontramos.
–De cualquier manera, una obra teatral puede fracasar.
–El éxito es fabuloso, como el que vivimos con Café irlandés. Pero es una cooperativa que se formó sin ninguna expectativa de éxito y, sin embargo, el público respondió. La verdad es que uno se siente acompañado, y comparte algo con el público. Uno siente que esas capas de lectura que mencionaba antes las puede compartir con el público a través de una ficción, de una empatía entre contemporáneos, como si fuera un secreto. Claro, cuando el público no viene, uno se pregunta qué falló. Pero el fracaso para mí es secundario, porque disfruto mucho de la creación y del proceso de aprendizaje que excede una obra en particular. También se aprende de los fracasos ajenos.
–Pero los fracasos ajenos no son tan dolorosos como los propios.
–Es cierto, pero lo que ocurre es que yo no he experimentado un fracaso completo, tanto de público como de crítica. No me ha sucedido. A lo sumo, y pocas veces, tuve muy buenas críticas sin público o, al revés, público y malas críticas. Eso sí, cuando una obra no funciona, me preocupan los actores y el equipo: me duele que el empresario pierda plata, que se hable mal de los actores en las críticas, porque me siento responsable. En lo personal, no me afecta el fracaso, pero se me hace complicado porque me siento responsable de los demás.
–Volviendo a tu idea wagneriana del teatro, ¿cómo influyen las demás artes en tu trabajo?
–No sé. Cuando estoy creando, no siento que tome elementos de un arte o de otro. En todo caso, siento que estoy creando con un lenguaje complejo y nuevo. Soy parte de un colectivo humano y, seguramente, las otras artes me influyen. Si hablamos de cine, creo que hay cierta influencia del cine de Bergman, de David Lynch, de Leonardo Favio.
–¿Favio?
–Favio tiene un concepto artístico del cine. Sus películas son tremendamente plásticas, desmesuradamente humanas, bellamente verdaderas. Hay algo en sus películas que me parece fabuloso. Creo que es nuestro Fellini: un artista de su tiempo y muy difícil de definir. Pero para mí todo el arte está relacionado: hay música en los textos, pintura en el cine. Y en el teatro confluyen todas las artes.
–¿Pero hay alguna con mayor gravitación sobre tu sensibilidad?
–Sí, claro, la literatura.
–Generalmente, la gente de teatro tiene una concepción menos literaria del teatro.
–Depende de lo que se llame literario. Cuando hablo de literatura con relación al teatro, estoy hablando de la palabra en acción, no de una sofisticación poética imposible de resolver en el escenario. Estoy hablando de imágenes que se evocan con las palabras en acción y que son el punto de partida para la escenificación. La imagen se produce en la palabra. De hecho, no es otra cosa que eso. La palabra es el primer nivel de representación que tenemos. Las palabras son símbolos que traen imágenes, y la libertad o la represión que hay en ellas constituyen puntos de partida. Por supuesto, cada obra tiene su lenguaje propio. Entre mis próximos proyectos, está llevar a la escena La señora Klein, de Nicholas Wright, una comedia dramática sobre un episodio en la vida de Melanie Klein, la psicoanalista de niños que, como toda buena obra, tiene su propio lenguaje.


–Cambiando de tema, ¿por qué tantos autores argentinos dirigen ellos mismos sus obras?
–Creo que ocurrió siempre, al menos desde Shakespeare. Si uno tiene la capacidad de dirigir teatro, no veo cuál es el inconveniente. Lo bueno es dirigir también otras obras, para poder desarrollar los oficios por separado. Cuando se dirige una obra propia, se corre el  riesgo, en la medida que uno está familiarizado con el texto, de no ponerse en lugar del espectador. Hay quienes dirigen sus propias piezas mejor que las de otros.
–Es cierto que desde Shakespeare o Molière, los autores dirigen sus obras, pero en Argentina es una tendencia relativamente nueva.
–Bueno, lo que pasa es que el autor ya no espera que el director se interese por la obra. Un autor como Mauricio Kartun dirige sus propios textos, y a mí me parece bien aprender ese otro oficio teatral. Todo sirve finalmente para el teatro. No sé, yo no siento que abandoné mis estudios de Ciencia Política, porque esos conocimientos los uso en el teatro. Me faltaban dos materias para terminar. Tampoco estudié para recibirme, por otra parte, sino para aprender.
–De acuerdo, pero ¿por qué Ciencia Política y no cualquier otra carrera?
–Porque era muy amplia. Había varias materias que me gustaban: Teoría Política, Filosofía, Sociología, Psicología, Antropología. Me interesó la carrera por ese rasgo renacentista y también porque pienso que la política tiene que ver con el comportamiento humano. El teatro, si se quiere, es un hecho político. Lehmann, el teórico del teatro posdramático, dice que el teatro no es político por su contenido, sino porque está hecho de modo político.
–¿Dirías que tu teatro es político?
–Sí, diría que sí.

Rubén H. Ríos
Fotos: Horacio Paone

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