17 de mayo de 2021
El lunes 8 de marzo Lula da Silva nuevamente ocupó el centro de la escena política brasileña tras la decisión del ministro de la Corte Suprema, Edson Fachin, de anular las acciones jurídicas contra el expresidente. Desde ya que es una noticia de alto impacto jurídico y político aunque lo jurídico todavía es bastante confuso porque resta saber cómo actuará la Justicia federal de Brasilia.
La restitución de los derechos políticos de Lula y la posibilidad de ser otra vez candidato a la presidencia sorprendió a propios y ajenos. A nadie se le escapa que la jugada también involucra el juez Sergio Moro, el mismo que persiguió a Lula apelando a una serie de irregularidades y que fue «premiado» con el Ministerio de Justicia al comenzar el gobierno de Jair Bolsonaro. Mucho depende del decurso judicial para saber si Moro podrá ser candidato a la presidencia en octubre de 2022, o si quedará en la historia como alguien que solo hizo el «trabajo sucio» para encarcelar a Lula e impedir su triunfo en 2018.
En el juego de las hipótesis contrafácticas se puede pensar que Moro nunca podría haber sido el juez que persiguió a Lula, no lo podría haber condenado ni llevado a la cárcel. Al líder del PT no le hubieran quitado sus derechos para presentarse como candidato y –posiblemente– habría ganado los comicios y vuelto a la presidencia. Lo que se vio en Brasil es la quintaesencia del llamado «lawfare»: la utilización del poder judicial y mediático para destruir gobernantes o dirigentes progresistas en la región e implementar políticas neoliberales con una oposición golpeada y atomizada por efecto mismo de las persecuciones. Las grandes cadenas de noticias fueron un elemento clave para demonizar a Dilma Rousseff y provocar su destitución en 2016 y para impedir un triunfo del PT en 2018.
El daño está hecho. Pero Lula vuelve, no lograron destruirlo.