31 de mayo de 2021
Periodista e historiador, Pablo Stefanoni es especialista en política internacional. Fue corresponsal en Bolivia durante siete años y en esa tarea conoció de cerca el ascenso al poder del Movimiento al Socialismo y los avatares del Gobierno de Evo Morales. Escribió, junto con otros autores, libros como Debatir Bolivia y Todo lo que necesitas saber sobre la Revolución Rusa.
Así, luego de largo tiempo volcado a analizar los diferentes procesos de la izquierda latinoamericana, ahora se dedicó a escribir sobre la derecha. Pero no cualquier derecha, sino aquella representada variopintamente por teorías conspirativas difundidas por internet, replicadas por youtubers y sostenidas por mandatarios como Donald Trump y Jair Bolsonaro a nivel global, y en el ámbito local por personajes públicos como Javier Milei. Así, Stefanoni pone el ojo en el reciente fenómeno de las «derechas alternativas». Si tiene algo de nuevo o no este movimiento, entre otras cuestiones, es lo que intenta desentrañar en su libro de reciente aparición, titulado ¿La rebeldía se volvió de derecha?
Sobre cuáles fueron las razones que lo motivaron a escribir sobre esta temática durante la cuarentena el autor explica: «me interesó hacer un mapeo de qué hay en esta fauna de derechas que hoy aparecen juntas, pero no son lo mismo. Una cartografía de tendencias y corrientes como se hace mucho con la izquierda».
–En tu libro marcás diferencias entre los nuevos representantes de este sector respecto de la vieja derecha, describiéndolos como «no ilustrados y no cosmopolitas». ¿Cuánto hay de parecido con dirigentes locales como Carlos Menem y Mauricio Macri?
–Fue lo primero que me surgió, ¿qué tan diferentes son estas nuevas derechas de los neoconservadores de los 90? Por un lado, los anteriores eran optimistas sobre el futuro. La frase sobre «el fin de la historia» proponía que el mercado y la democracia liberal se instalaban y avanzaban hacia la prosperidad. Estados Unidos y Gran Bretaña se proponían como un imperialismo civilizatorio, iban a democratizar al mundo y lo podían hacer pacíficamente o a los tiros. En eso hay un quiebre. El futuro hoy es una amenaza. También hay un repliegue nacionalista, no cosmopolita. La migración se ve como reemplazo, mientras que antes se la veía como mano de obra barata, o sea funcional. También las derechas alternativas se proponen antielitistas. En eso también hay un cambio: Margaret Thatcher y Ronald Reagan podían no venir de las élites, pero no tenían un discurso en contra.
–En el caso argentino, Menem podría ser el ejemplo: no era de las élites, pero sí resultó muy favorable a ellas como dirigente.
–Exacto. Y usó eso, que era un clima global, para no cerrar el país. Era aperturista.
–¿Cómo es que para ellos Trump, un multimillonario, no es el establishment?
–Ahí hay algo de manipulación, con Trump diciendo que él no era el establishment. También esta esa construcción anterior por parte de George W. Bush, de qué es el establishment: Washington, Hollywood, la gran prensa y a veces Wall Street. Trump usó también su propia biografía. Alguien lo definió una vez como un «lumpen capitalista». Siempre estuvo un poco en el margen, en el límite con lo legal. Era conocido, pero no reconocido en el ambiente empresarial. Eso no quita que cuando estuvo en el poder tomó muchas medidas a favor de los ricos. Después hay que ver qué es la élite. Cada uno construye la propia para oponerse. O el sistema. Para la izquierda es el capitalismo, para estos puede ser la Unión Europea o la nueva globalización. Ahí está la disputa política con la izquierda: haber podido construir un discurso que interpele a gente que está enojada.
–Teniendo en cuenta que en EE.UU. en definitiva este movimiento se trata de gente blanca empobrecida, muy enojada y frustrada (la llamada «white trash»), ¿no ven al capitalismo como causante de algo de todo esto?
–Capitalismo es un concepto al que desde la izquierda se le atribuye una serie de cosas. En las derechas aparecen otros elementos. Por eso la pregunta: ¿qué es el sistema? El capitalismo no aparece como una variable. Sí, quizás, la globalización. Esta iría en un sentido inverso al que siempre se pensó el imperialismo: una herramienta para saquear a los países del tercer mundo, para una transferencia de recursos naturales o de mano de obra en beneficio de las potencias. Trump presentó una idea de la globalización en perjuicio de los EE.UU. y a favor de China. Y no es totalmente falso, hay sectores estadounidenses que se perjudicaron. Por eso yo titulé un capítulo de libro como «El juego de los espejos locos», los de los parques de diversiones que te deforman, pero partiendo de una realidad. El tema es que ellos construyen sobre esa base un discurso reaccionario: contra los migrantes, culturalista, imponen el miedo de que vienen a reemplazar a los nativos blancos.
–En el libro sostenés que el progresismo está incómodo frente a estos nuevos movimientos, ¿por qué?
–Cuando Marine Le Pen habla en Francia de la defensa de lo local contra las grandes corporaciones no es un discurso que el progresismo rechazaría del todo. Si Trump ataca a las Naciones Unidas, el progresismo la defiende. Hoy, luego del Brexit, ya no hay críticas a la Unión Europea desde la izquierda. Porque la sensación es que la única que saca rédito es la derecha. El riesgo así es que el progresismo se vuelve conservador, porque la imagen es que todo va a ser peor. Hay que defender el estado de bienestar que hay, hay que defender el multilateralismo que hay, porque todo lo que puede venir va a ser peor. El libro apunta a ver cómo parte de la izquierda, por temor al futuro, ha abandonado las utopías dando pie a estas derechas que a veces son «retroutópicas». Presentando algún momento pasado al que hay que volver, Trump activa la idea de volver al EE.UU. blanco. Algunos activan las jerarquías de género. Y otros apuntan a un capitalismo sin Estado, con gobiernos de tipo empresarial. Todo puede parecer un delirio, pero lo cierto es que se animan a proponer utopías, mientras que la izquierda se volvió muy realista. Ahí es donde la gente joven es interpelada.
–Con la proliferación de complots y conspiraciones sin ninguna base pero que hacen ruido, ¿la cultura de internet es un buen escenario para que se muevan estas nuevas derechas?
–Antes, las derechas en Argentina, por ejemplo, conservadoras tradicionales, eran más elitistas. Las redes democratizaron el acceso a estas ideas. Da lo mismo dónde vivas. Por otro lado, la cultura de internet facilitó el anonimato, la provocación, con plataformas donde la derecha se sintió cómoda. Se ha analizado al troleo como guerrilla cultural y el meme como mecanismo de comunicación política. El tipo de transgresión que la derecha encarna, con racismo, misoginia y todo tipo de provocaciones, es eficaz en ese juego que se da en internet.
–¿El intento de toma del Capitolio al final del mandato de Trump es la foto que mejor describe a esta derecha?
–Yo creo que más interesante que la toma del Capitolio, que hundió un poco a Trump, es que sacó 75 millones de votos expresando a ese sector de la sociedad, para nada pequeño. Lo mismo ocurre con las extremas derechas en el resto del mundo. Al principio nadie quería pactar con ellas, hoy partidos más tradicionales terminan haciendo acuerdos con ellas y esas ideas se comienzan a naturalizar. Y lo hacen jugando cartas novedosas. Marine Le Pen articula con otras ideas hasta el momento impensadas, como el nacionalismo y la ecología o la islamofobia y la problemática gay. Ella dice: «¿Quiénes van a defender más el medio ambiente que los verdaderos nativos del territorio? Mientras que a los migrantes no les importa. Contaminan todo y se van a otro país». También dijo: «La población gay quiere apoyar a los progres, bueno en 10 años van a tener a los musulmanes controlando los barrios y no van a poder ni salir a la calle». La amenaza islámica está tan presente que hace que la derecha tome la bandera de la laicidad y la izquierda defiende a los inmigrantes con el problema de quedar entrampados en el tema del velo y los derechos individuales en esas sociedades.
–Planteás que la izquierda dejó de leer a la derecha, mientras que la derecha, al menos la «alternativa», lee y discute con la izquierda. ¿Qué autores de derecha hay que leer?
–No sé si leerlos, pero hay que prestarles atención. A los «neoreaccionarios» por ejemplo, planteando que hay que separar la libertad política de la social y que hay que construir varias ciudades tecnoautoritarias a lo Singapur, donde al que no le gusta se va a otra ciudad, pero no tiene forma de intervenir en la política. Porque ellos son cinco tipos locos, pero quizás el capitalismo vaya hacia ese lado en un futuro. También hay que leerlos para poder responder a los argumentos concretos sobre las disputas ideológicas. Para superar esa sensación de estancamiento que hay desde el progresismo en el que parece que nada funciona contra ellos: ni ignorarlos ni debatir. Porque el progresismo está cómodo con derechas que dicen que no son de derecha, así les demostrás que efectivamente lo son y los acorralás. El tema es que esta gente te dice «estoy en contra de la igualdad» y desde la izquierda la reacción es el insulto, desde lo moral, pero no desde lo teórico. No tienen argumentos porque no los leen. En cambio, estas nuevas derechas sí leen a la izquierda porque consideran que es lo hegemónico y que es contra lo que hay que oponerse. Además, hay que escucharlos para comprender por qué les llegan a los pibes de 18 años, por qué el mercado de la transgresión les ofrece algo.
–¿Qué pasa en Argentina? Javier Milei o José Luis Espert no parecen más que un fenómeno mediático.
–Es algo nuevo en nuestro país. Ningún político se anima a decir, por ejemplo, que está en contra de la justicia social, ni Macri. En todo caso dirá que está mal implementado. En cambio, Espert o Milei están metiendo ese discurso. Es el paso extremo de la meritocracia. Y por más que después les vaya mal electoralmente, el efecto que tiene es que se van instalando en los medios, haciendo ruido con ciertas ideas. Así por ejemplo el que cobra un plan o el empleado público son los privilegiados, mientras que los empresarios son los oprimidos por el Estado con los impuestos. Y ese tema ocupa un lugar muy importante, porque tenés a la clase media que cada vez menos lleva a sus chicos a la escuela pública y no van al hospital, entonces surge la pregunta: «¿Para qué pagar algo que no uso?». El progresismo no se preocupó por esas preguntas. Y Milei y Espert juegan mucho con esa idea: que los políticos les roban a los exitosos para dárselo a los fracasados. Así se producen simpatías cruzadas, terminan hablando bien del régimen chino porque no gastan recursos en repartos por las elecciones e imponen ciertas pautas y se cumplen. No importa si es mandándote los tanques. Entonces esas ideas que se empiezan a traficar, su instalación, pueden ser más graves que cómo le va a Milei en las elecciones, lo cual depende de mil variantes. Son ideas cada vez más potentes contra la política o lo público.