1 de junio de 2021
Con textos e imágenes, una médica clínica y un infectólogo relatan día a día cómo se vive la pandemia desde un hospital del Conurbano bonaerense.
Instragram. Personal sanitario con equipos de protección y camas en los pasillos; la vida cotidiana de un centro de salud de La Matanza. (Eugenia Traverso Vior)
Eugenia Traverso Vior ya casi no tiene huellas digitales. «Se fueron borrando de tanto lavarnos las manos, con los químicos y el alcohol», cuenta. José María Malvido pasó 100 días sin ver a sus hijos. «Mil veces miré el dibujo pegado en la pared del consultorio. Esas manos estampadas con témperas azul y amarilla en un papel sobresalían detrás de la nariz que estaba por hisopar y me recordaban cada día que me debía cuidar, para cuando llegara el abrazo», relata. Ambos –ella, clínica; él, infectólogo– son médicos de un hospital del partido de La Matanza y desde la aparición de los primeros casos de COVID-19 en el país registran las experiencias en lo que suele llamarse «la primera línea de fuego» de la pandemia. Entre el diario íntimo y la crónica, su cuenta de Instagram @detrasdelosbarbijos retrata, con textos e imágenes, cómo se ve la pandemia desde una sala de terapia intensiva del Conurbano bonaerense.
Escriben para dejar testimonio, pero también para tratar de que la población tome conciencia de la gravedad de la situación. «Vemos cómo se están relajando algunos cuidados
–explica, en diálogo con Acción, Traverso Vior– . Sabemos que cumplir con las medidas de cuidado durante tanto tiempo es difícil, porque claramente están todos muy cansados. El problema es que el relajo vino justo en el peor momento. Eso nos asusta, nos alarma y queremos que llegue a la gente el mensaje de que no es momento de descuidarse».
Cámara urgente
Un grupo de médicos con el equipo de protección personal –barbijo quirúrgico, camisolín, guantes, gorro, antiparras, máscara– mira a la cámara y aunque solo pueden distinguirse sus ojos, se ve que sonríen. Bolsas de instrumental médico sin usar, camillas, salas de espera, implementos para la atención de pacientes conectados a sistemas de asistencia respiratoria mecánica. Manos de piel reseca, manos con guantes de látex, manos que toman otras manos, manos que curan y cuidan. Pantallas que monitorean los signos vitales de los pacientes internados en terapia intensiva. Enfermeras, kinesiólogos, camilleros. Pasillos vacíos, brazos con vías intravenosas, catéteres, imágenes tomográficas de pulmones. Un mensaje escrito en inglés de un turista australiano que fue derivado desde el aeropuerto y que no hablaba español, a quien Traverso Vior logró poner en contacto con su familia. Milanesas con papas fritas que una vecina le acerca a Malvido en una noche de invierno. «Las milanesas alimentan el estómago; el ritual de las 21 (los aplausos que con el correr de los meses se fueron apagando), el alma». Dibujos de niños, de hijos propios y ajenos. Cartas, mensajes de caligrafía desprolija, notas de agradecimiento. Una taza de café, y otra, y otra, en comedores casi desiertos, con mesas vacías que mantienen la distancia social reglamentaria. Otro café, un celular siempre encendido, un alfajor. Las imágenes de objetos cotidianos, rutinas hospitalarias o escenas íntimas retratan la situación sanitaria que está atravesando el país de un modo quizá más elocuente que las curvas epidemiológicas o los informes periodísticos.
Entre esas imágenes hay también historias: la de Joe, el turista australiano, y sus mensajes de eterna gratitud hacia la médica que, además de ocuparse de su salud, procuró contactar a familiares, oficiar de traductora y conseguirle material de lectura en inglés. O la de Laura, una mujer de 56 años, internada por una neumonía por COVID-19 que decidió irse del hospital aunque aún necesitaba oxígeno suplementario. «Me contó que desde que está internada, su verdulería no abre y tuvieron que tirar toda la mercadería porque se pudrió después de tantos días –dice Malvido–. Me habla de su hijito que tiene 15, pero “es un nene que no sale de casa”. E inmediatamente me dice: “No sé si están comiendo”. Laura no está preocupada por su salud, está preocupada porque no sabe si su familia tiene para comer. Y yo, después de escucharla, me quedo sin palabras».
En el hospital, la cantidad de enfermos y el trabajo crecen día a día. «Tuvimos que hacer más lugar para los pacientes, utilizar los consultorios como habitaciones. Sacar los escritorios, sacar las computadoras y poner camas», explica Traverso. Y a mediados de abril, ante la escasez de recursos y el exceso de demanda, tuvieron que enfrentarse a una de las situaciones más críticas que le puede tocar atravesar a un trabajador de la salud: decidir a qué pacientes pasar a terapia intensiva. «Teníamos tres pacientes para pasar y había una sola cama en ese momento. Y es tremendo. No decidimos nosotros, porque hay un protocolo para esos casos y eso hace que uno se sienta un poco menos mierda, no es algo que dependa de tu decisión personal, no lo decido yo porque tengo ganas o porque tengo la corazonada o porque me cae mejor este paciente, sino que hay un procedimiento a seguir, y eso ayuda a aliviar un poco el sentimiento de culpa. Son situaciones tremendas que uno nunca quiere pasar», concluye Traverso. Esas son algunas de las huellas que les dejó el COVID-19 y que, como dicen en el diario, «ya no están en los dedos, se esfumaron con miles de lavados de manos». Las huellas «están en los ojos que vieron a pacientes ahogarse y a otros salir aplaudidos o llorando al alta», agregan, mientras la pandemia sigue su curso y los aplausos de las nueve de la noche son un recuerdo cada vez más lejano.