8 de julio de 2021
Llegó a tener 1.200 camas y una escuela primaria. La pandemia de COVID-19 volvió a ponerlo a prueba, pero gran parte de su capacidad había sido desmantelada.
1894-1916. Un grupo de enfermeras recorre la avenida central del hospital, flanqueada por los pabellones para enfermos de tuberculosis. (Dr. Romorini/Archivo General de La Nación)
La pandemia de coronavirus puso de manifiesto que, en general, las políticas públicas de salud van detrás de los acontecimientos si no hay planificación a mediano y largo plazo. Mientras la segunda ola pone en jaque a casi todo el país, revisar la historia puede servir para no volver a cometer los mismos errores.
Cuando a fines del siglo XIX la incipiente Buenos Aires era azotada por la fiebre amarilla, los brotes de cólera, la viruela, la peste bubónica, la difteria y el sarampión, un grupo de hombres con visión de futuro impulsó la creación de un hospital para enfermos infectocontagiosos, que reemplazó al antiguo lazareto.
Así nació la Casa de Aislamiento, ubicada en el terreno lindante al Cementerio Sur ya clausurado, que más tarde sería el Hospital Escuela de Enfermedades Infecciosas Francisco J. Muñiz y que hoy custodia al emblemático Parque Ameghino que alberga los restos de los más de 14.000 muertos por la epidemia de fiebre amarilla de 1871. En la leyenda del monumento que homenajea a los muertos se puede leer una suerte de premonición «…mañana podría acontecer en cualquier otro lugar: epidemias, guerras, desastres naturales… morir, luego nacer y otra vez morir».
El reconocido y ya fallecido maestro de la Medicina Argentina Olindo Martino, quien fue hasta el año 2003 Jefe de Unidad en la disciplina Patología Regional, Medicina Tropical y Zoonosis, ilustró en una conferencia magistral en 2012 que la concreción de un hospital de enfermedades infecciosas «se debió a la visionaria idea del doctor José Penna, eminente epidemiólogo, que supo interpretar al yo doliente inmerso en su circunstancia ecológica». La propuesta de este adelantado sanitarista fue diseñar tres cuerpos separados entre sí por «un bosque de pequeños árboles rodeados de otros más grandes, facilitando así el aislamiento natural y ecológico».
Terminó el siglo XIX, pasó el siglo XX, llegó el XXI y a través del tiempo se sucedieron múltiples epidemias hasta que en marzo de 2020 el coronavirus puso a prueba una vez más la capacidad de respuesta del sistema de salud, pero el Hospital Muñiz ya no estaba preparado.
El médico infectólogo Tomás Orduna lleva 40 años caminando las calles del prestigioso hospital, al que grafica como «nave insignia». «Yo fui testigo de las últimas personas enfermas de tuberculosis que quedaron viviendo en el hospital», recuerda, y cuenta que en ese entonces el hospital llegó a tener 1.200 camas y una escuela primaria para adultos.
La disminución de camas comenzó con el cambio de paradigma de la terapéutica de la tuberculosis, cuando los antibióticos y la penicilina empezaron a dar respuesta y muchas patologías se transformaron en rápido tratamiento de internación y largo tratamiento ambulatorio. No fueron pocos los que pensaron entonces que las enfermedades infecciosas serían cosa del pasado, «pero estamos en la antítesis, tan lejos», dice Orduna y menciona los «brotes y rebrotes de tuberculosis y de infecciones conocidas, como el cólera». Augusto Fulgenzi, quien fue subdirector del hospital hasta 2011, dice con nostalgia: «Desde que llegué en el año 65 lo vi decaer sin freno», y recuerda que el pabellón Koch, un monobloc de tres pisos con más de 200 camas, se construyó para hacerle frente a la epidemia de poliomielitis de 1956, que afectó a 6.500 personas. «Muchos aún se acuerdan de las camas oscilantes y el ruido de la respiración mecánica de los pulmotores», dice Fulgenzi, quien llegó a ver la pileta ya en desuso «pero hermosa» en la denominada área Heine Medin, que permitía entonces la rehabilitación de los afectados por la polio.
Muerte y resurrección
«El Muñiz» tuvo varios intentos de desguace. En los años 80 estuvo a punto de ser trasladado detrás del Hospital Naval, frente al Parque Centenario, en Caballito; el predio de 12 hectáreas en Parque Patricios fue codiciado por sucesivas gestiones municipales. Tan decididas estaban las autoridades que Fulgenzi cuenta que «dieron vuelta la estatua de Penna que miraba hacia la calle Patagones, por donde pensaban que se iba a cortar el Muñiz. Luego en mi gestión como subdirector en 2009, la volvimos a girar, para nosotros fue una reivindicación».
Cuando el destino del hospital parecía escrito, llegó la epidemia de VIH y allí estuvo, una vez más. «Empezó a llenarse de pacientes y se sostuvo. A la par fueron llegando las epidemias del meningococo en 1994, de sarampión, de dengue en 2009 y en 2016, y ahora el COVID-19, que demostró que es bueno tener un lugar con mucha disponibilidad», dice Orduna y lamenta que «así y todo, se perdieron tres cuartas partes de las camas».
Hoy las camas son 300 –muy lejos de su época de esplendor– de las cuales muchas fueron recuperadas desde el punto de vista de la funcionalidad para enfrentar la pandemia. El emblemático pabellón Koch, que tenía el 60% de sus camas inhabilitadas, fue remodelado y hoy cuenta con oxígeno central.
La coyuntura también puso en valor las dos salas de pediatría –las viejas 29 y 32–, que funcionan como salas de terapia intensiva mientras dure la pandemia. El COVID puso en tensión la capacidad del hospital y la urgencia reveló cuánto se había abandonado. Para Orduna, «fue necesario hacer un cambio brutal».
«Es un hospital al que nunca se terminó de definir ediliciamente. Se fueron cerrando salas, inicialmente sin ningún tipo de utilidad pero tampoco se las demolió para hacer un parque o se las adecuó para otra función», dice el hoy miembro del comité de expertos que asesora al Gobierno nacional. En la actualidad, parte del paisaje «parece las ruinas romanas de Parque Patricios», reflexiona y advierte que entre sus grandes espacios se podrían montar hospitales modulares para sumar camas y aprovechar el soporte auxiliar y de diagnóstico que tiene el establecimiento, como tomografías y rayos.
«Un lugar de entrenamiento y atención de las enfermedades infecciosas es necesario y hay que ponerlo en valor», coincide Fulgenzi preocupado porque «la de COVID no será la última explosión epidémica». Si bien ambos coinciden en que en el mundo ya prácticamente no existen hospitales solo para enfermedades infecciosas, porque la especialidad es transversal a todas las disciplinas, cuando las crisis sanitarias irrumpen hay que estar preparados. «El Muñiz» es el barco insignia, pero necesita de todo el resto de la flota.