Cultura

Al compás del tamboril

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Las agrupaciones de distintos barrios preparan sus espectáculos y sus trajes característicos para el carnaval. Entre la tradición popular y la polémica organización oficial. Juventud y desafíos.

 

Escena callejera. Los Descontrolados de Barracas ensayan sus pasos y tocan sus ritmos al aire libre y en el espacio público. (Kala Moreno Parra)

En algún lugar de Mataderos, una piba con zapatillas de lona salta sobre la vereda. Revolea su pie sobre el asfalto, al ritmo del bombo y el redoblante. Lo hace durante varias horas, con otros 50 jóvenes que comparten su devoción por el dios Momo. Como ellos, hay centenares de pibes y pibas que cada año se preparan para bailar durante febrero en los corsos de Buenos Aires, en los que participan decenas de murgas porteñas.
Se trata de chicos que cuidan la levita con los colores de su agrupación con tanto o más cariño que la de sus clubes de fútbol; que aprenden a coser lentejuelas solo para hacer los apliques que los distinguen de sus compañeros; que se le animan a los firuletes de colores en las caras, sobre las barbas y a la tafeta (que se arruina con la espuma) en pleno calor de febrero. Pibes que paran en la esquina, porque la murga es un fenómeno barrial, no de calzado importado ni de festivales vendidos por un portal de Internet. Una pasión que, a fuerza de saltos, ensayos y funciones de fin de semana, destroza alegremente zapatillas.
La murga porteña no siempre tiene buena prensa. A diferencia de otros carnavales, cuyo colorido se pondera, cuya trastienda se muestra por televisión, rara vez los pibes humildes de los barrios porteños tienen una cámara que los enaltezca. La única trastienda que la mayoría de la gente ve, son los ensayos en las plazas que muchas murgas hacen a partir de noviembre o diciembre. Pocos advierten el esfuerzo que supone  desfilar ordenadamente al entrar al escenario de un corso, o los ensayos necesarios para que los músicos suenen como un verdadero conjunto. Luego, como siempre, hay murgas mejores o peores, que gustan más o menos. La clave, aseguran los que saben, está en otro lado.

 

Detrás de escena
«Nosotros estamos en pleno ensayo desde octubre, viendo qué vamos a hacer», cuenta Ricardo Talento, director de los reconocidos Descontrolados de Barracas, una de las mejores murgas locales. Pertenecen al Circuito Cultural Barracas, un referente notorio del teatro comunitario argentino, y eso influye notoriamente en su propuesta. «Nuestro proceso creativo depende de qué queremos hablar cada año, nuestra murga toma una temática y la desarrolla», explica el director. «Este carnaval retomaremos un espectáculo de hace seis años: lo estamos modificando, porque hablaba de la xenofobia, el barrio, el miedo a las migraciones y cómo eso se ha ido acentuado. Vamos a ir por ese lado», completa.
Claro que no todos los murgueros están al pie del cañón desde octubre o noviembre. «Uno por laburo o por distintos motivos, tiende a correrse o priorizar otras cosas, pero ya en diciembre empezamos a aparecer todos otra vez», confiesa Pache, como la conocen sus compañeros de los Descontrolados. «Por un lado están los ensayos y por otro el cuidado del traje», explica. «Hay murgas que se lo plantean como identidad, todos tienen levitas súper preparadas y decoradas a las que les prestan muchísima atención. Otras lo dejan librado a la individualidad de cada murguero», agrega.
Los colores se comparten porque identifican al grupo, pero los apliques hablan del murguero. Hay personajes populares (casi siempre hay algún Clemente, una Mafalda), cuadros de fútbol (en la misma murga conviven escudos de equipos rivales) y hasta logos de bandas. «El traje es el espacio donde cada uno pone lo que le gusta, por eso hay mucho amor por la levita propia», define Pache.
Los de Barracas, cuenta Talento, normalmente recién salen en la segunda semana de carnaval, ya con el espectáculo afianzado y con la organización clara. Desde la asunción de Mauricio Macri como jefe de Gobierno porteño, las murgas peleaban cada enero por su calendario. En los últimos años, los corsos se redujeron a una treintena y no hay cronograma sino hasta último momento, pero esa situación parece haberse estabilizado.
Coco Romero, historiador y autoridad indiscutida en el país sobre el fenómeno carnavalero, advierte contra esta costumbre del Gobierno porteño. «Una buena fiesta no se puede organizar sin tiempo. Las cosas acá aparecen, pero para que funcione realmente bien, tienen que tener un tiempo de preparación», señala. «El resultado es que los carnavales de la ciudad no tienen mayor visibilidad, compiten con otros más organizados y estructurados», concluye.
Romero compara la estructura de los corsos porteños con las comparsas de Gualeguaychú, las murgas montevideanas y las megaproducciones de Río de Janeiro, tres espacios cercanos que funcionan muy bien para la industria turística y cultural. «Son fenómenos carnavalescos que han tenido un sistema de concursos importante», señala. Y lamenta que muchas murgas porteñas se queden en su función social, sin reparar en la importancia de sumar una propuesta artística. «A esta altura del partido, alguien canta bien o canta mal», critica. «Si no pasa que premiamos con un cachet importante a un grupo de afuera porque lo hace bien, pero no fomentamos a nuestros jóvenes a que lo hagan correctamente», sostiene. Romero es tajante: dejar las cosas para último momento perjudica la calidad del festival y menosprecia el esfuerzo de miles de jóvenes que se preparan con antelación para –en muchos casos– la única ocasión que tendrán de ser vistos como artistas por sus vecinos.

 

Cultura de la calle
Por sus características populares, la murga atrae a un montón de jóvenes y niños que rara vez encuentran un lugar en otras expresiones artísticas. Con su sede ubicada a cuadras de barrios carenciados, los Descontrolados suelen recibir a chicos humildes en sus filas. «A nosotros se acerca un sector del barrio que no viene para hacer teatro, un sector que con la murga sí se siente con derecho a participar», comenta Talento. En la murga –que al cabo cruza música, poesía, plástica y danza– muchos descubren otros intereses y luego se incorporan al teatro u otros espacios culturales del barrio.
«El arte sirve para la inclusión social», asegura Pache. «Pero la murga es más accesible, porque es la menos elitista: es una expresión de la calle, nace y se produce ahí. Entonces es mucho más fácil identificarse», dice. Murga, promete a los futuros húsares de Momo, baila cualquiera. «En los talleres uno busca transmitir eso: más allá de la técnica, de que tenemos que buscar un proyecto de calidad, murga podemos hacer todos. No hay casting previo. Y eso es inclusivo».
El murguista también pondera la solidaridad que se genera puertas adentro de cada agrupación. «¿No sabés coser un aplique? Alguien te enseña, te ayuda. Eso surge de la necesidad y de la obligación de compartir espacio con otra persona, de tener un mes al año donde prácticamente convivís entre ensayos y funciones. Hay murgas que incluso tienen la suerte de viajar y conocer otros lugares, eso te lleva a conocer otras realidades y siempre construyendo un proyecto conjunto, que te hace sentir parte de algo. Hoy por hoy, no es algo menor».
Para Romero, en tanto, la murga debe superar su mera función de espacio para desahogar penas y frustraciones. Al cabo, se trata de un hecho artístico. Algo que para él resulta tan claro, no es visto del mismo modo por otros exponentes del sector. De hecho, entre las agrupaciones hay desavenencias y distintas miradas de cómo debe ser una murga y cómo plantearse ante el hecho artístico. «La murga es de los jóvenes, de los pibes que van y ensayan con todas las pilas, más allá de algunos empedernidos», destaca Romero. «Esos jóvenes tienen que encontrar ese interesante lugar creativo. Y ahí hay una responsabilidad muy grande de nosotros, los veteranos, de convertir esa voluntad en un hecho creativo. Si solo es utilizada como contención social, la patinamos. Hay que tender puentes con la expresión: bailar, cantar, escribir».
En sintonía con Romero, Pache admite que la «murga es un espacio de contención y es buenísimo que lo sea, pero no podemos quedarnos en eso. Porque, al mismo tiempo, somos una expresión artística popular y tenemos que estar a la altura», desafía. «Si no vamos a seguir siendo eternamente el género bastardeado, al que nadie le presta atención porque parece que no hay nada bueno para ofrecer», subraya.

Andrés Valenzuela

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