28 de enero de 2015
Con el cambio de siglo, una camada de grupos y solistas entró en escena para aportarle una cuota de aire fresco al género, entre la tradición y la electrónica. El caso paradigmático del chamamé.
Veinte años no es nada, según la máxima gardeliana, o puede ser mucho. Si uno toma lo que sucedía a mediados de la década del 90 en la música folclórica, se respiraba otro aire. El punto de inflexión de ese instante histórico fue el regreso invicto de Mercedes Sosa a los ritmos nativos. Es cierto que nunca los había dejado del todo, pero había sumado otras letras y un repertorio de corte latinoamericano en su mirada artística. Desde el disco Escondido en mi país hasta el final, la matriz de sus trabajos estuvo en las chacareras, en las zambas, en definitiva, en el cancionero argentino.
En aquel momento, el denominado «folclore joven» –un invento de alto impacto elaborado en la oficina de un productor– parecía que venía a apoderarse de todo. Allí estaban la inquieta Soledad Pastorutti, el romanticismo pop de Los Nocheros, el desenfado de Los Tekis. Antes del primer Luna Park del denominado «canto joven», el crítico de La Nación, René Vargas Vera, ironizaba: «Agarre usted dos o tres guitarras eléctricas, agrégueles bajo eléctrico, batería y percusión (un teclado y un saxo no vendrían mal). A partir de ahí dele con la chacarera a todo trapo. Y a grito pelado. Entonces usted habrá ingresado en la nueva camada del folclore».
A pesar de lo anterior, el tiempo acomodó las cosas. Hoy nadie se acuerda de la entelequia del «folclore joven», sus protagonistas crecieron con mayor o menor popularidad, la voz de Mercedes Sosa dejó lugar al mito y la chacarera, reina de las propuestas más renovadoras, le pasó la posta al chamamé como una de las músicas más osadas, en un desplazamiento telúrico del centro del país hacia el Litoral. Aún siendo un poco esquemático, es difícil no caer en la tentación de relacionar la increíble producción actual con este momento histórico. Si en los años 90 la música era el telón de fondo de un país bailando en el Titanic, hoy se despliega masivamente en los festivales, se cuela en las salas de conciertos y se renueva con un semillero de nombres en todas las provincias, con mucha creatividad y sin miedo de cruzar fronteras rítmicas. Definitivamente, 20 años es mucho.
Río Paraná
La riqueza del chamamé desborda el Litoral, usina de una variedad increíble de grupos y solistas. Sería un poco injusto observarlo como un boom repentino: es más bien la madurez de un proceso que ahora germina. Hay algunos datos que permiten corroborarlo. Desde sus primeros tiempos, el misionero Ramón Ayala destacó como una de las plumas más encendidas del folclore. Autor de clásicos como «El mensú», «Amanecer en Misiones» y «El cosechero», recién en los últimos años trascendió su impresionante obra. Seguramente en esto influyó el estreno de Ramón Ayala. La película, de Marcos López, premiada en el Bafici. Y también la edición del disco Cosechero, en el que a los 80 años canta sus galopas, rasguidos dobles y chamamés.
El acompañamiento en este disco de, entre otros, Juan y Marcos Nuñez, es menos un dato anecdótico que la comprobación de que toda una generación se apropió de las raíces para echar a andar su música. Entre quienes sobresalen están el chaqueño Lucas Monzón, que a los 30 años se destapó como un exquisito acordeonista en su disco Noctámbulo; su coterráneo Coqui Ortiz, guitarrista, cantor y orfebre de canciones intimistas; la cantante criada en Misiones, Cecilia Pahl, que también tendió un puente con la obra de Ayala; y, de una generación intermedia, en un triángulo que intersecta París, Corrientes y Buenos Aires, los hermanos Rudi y Nini Flores.
Si hace dos décadas el Chango Spasiuk –tal vez el mascarón de proa en la mixtura del chamamé como música de patio y de culto– decía amargamente que su propuesta era doblemente relegada por ser instrumental y por indagar en el Litoral, hoy porta numerosas medallas. Entre su actuación en el Colón, las giras por los festivales más prestigiosos de Europa y un sonido cada vez más moderno y menos bailable, sostiene que aún queda un circuito por rescatar: el del Conurbano. «Es cierto que el chamamé creció, pero está fragmentado, con una producción que se baila todos los domingos en el Gran Buenos Aires», sostiene Spasiuk. «Ahí pasan cosas que no se reflejan en ningún lado, cercanas a la cumbia. Puedo mencionar a Marina Luzuriaga, Tilo Escobar, Los Hijos de los Barrios. Son bonaerenses, hijos de provincianos, todos muy talentosos. Falta un músico que ponga la lupa ahí, para que todos los frentes tengan un solo rostro».
Como si fuera un caleidoscopio donde cada forma tiene su impronta, la explosión creativa también se revela en la madurez de músicos del Litoral que desde hace años trabajan en sus provincias y en la Capital: allí están la obra de Jorge Fandermole, la voz de Liliana Herrero, la música incidental de Carlos Aguirre, la poesía de Teresa Parodi. Artes plásticas y folclore, canción y música instrumental, formatos pequeños y encuentros masivos. En las orillas del Río Paraná la música está en ebullición.
De Ushuaia a La Quiaca
Desde que a comienzos de los 80 la investigadora y musicóloga Leda Valladares contagió de energía con sus talleres de folclore a una nueva generación de músicos –allí estaban León Gieco, quien poco después se lanzó a la ruta con De Ushuaia a La Quiaca, Pedro Aznar, Fito Páez y hasta Gustavo Cerati–, la idea de rastrear las raíces fue encarada como una misión. Por supuesto que el fenómeno de ir a indagar en las fuentes no empezó con ella, pero cobró más notoriedad. Y en los últimos años eso que antes tenía un carácter épico se convirtió en una necesidad vital: grabar con los pueblos originarios, utilizar sus lenguas y proponer un acercamiento entre la música y su vida cotidiana.
En este contexto, hay una serie de grupos que salieron a estudiar los ritmos del país: se nutrieron con sus cantos. Entre ellos está el trabajo de Tonolec, que desde hace más de diez años pone de relieve la cultura de los tobas y los guaraníes, a través de los cantos qom y mbya, que condimentan con música electrónica. Para este dúo motorizado por la cantante formoseña Charo Bogarín y por el multiinstrumentista chaqueño Diego Pérez, la palabra identidad es un estado en permanente movimiento.
«Nuestra búsqueda es desacralizar la mirada romántica que hay sobre los pueblos originarios, que los toma como pieza de museo», explica Bogarín. «Por supuesto que tampoco nos interesa la mirada de los tradicionalistas. Nos gusta trabajar con los pueblos como lo que son: una parte más de nuestra cultura y paisaje», agrega. Para la cantante, la línea marcada por las políticas estatales en los últimos tiempos fue decisiva en el cambio de conciencia. «Por ejemplo, en el Chaco se empezó a tomar conocimiento de los qom y se empezó a exigir una escuela bilingüe donde hay pueblos originarios», destaca. ¿Con qué músicos sienten afinidad? «Con Gaby Kerpel, Arbolito, Lisandro Aristimuño, Liliana Herrero», responde. «Es parte de una misma mirada que implica resignificar las raíces, revalorizar con orgullo lo nuestro y plantarlo desde el presente con la palabra».
Cruces y tecnología
De la masividad festivalera del Chaqueño Palavecino y el fenómeno único que significa Abel Pintos en todo el país, hasta la peña más recóndita, o una guitarreada en el patio de una casa, el folclore define su propia realidad, que poco tiene que ver con otras músicas. Mientras que el tango y el jazz se hunden en la paradoja irresuelta de la producción incesante ante un público acotado, el folclore es masivo, se renueva permanentemente y, por sobre todo, es variado: hay un universo entero entre los tradicionales grupos gauchescos y las propuestas más renovadoras.
Tremor es un caso único. Entre malambos electrotribales y chacareras con melodías gitanas, el grupo combina de modo natural las texturas electrónicas con la música nativa. El trío integrado por Leonardo Martinelli (guitarras, charango, ronroco, sachaguitarra, trutruca, bombo, samples y programaciones), Camilo Carabajal (bombo legüero, redoblante y caja) y Gerardo Farez (teclados y sintetizadores analógicos, bombo legüero y melódica) editó cuatro discos: Landing (2004), Viajante (2008), Para armar (2010) y Proa (2013), que podrían conducir tanto al espacio de una discoteca como al de una peña. «Yo siempre aclaro que Tremor no pretende tomar el folclore y producirlo con colores foráneos», asegura Martinelli. «Es al revés: hacemos la música que nos sale, con nuestros instrumentos. Hace 8 años que tocamos y cada vez notamos mayor aceptación. Creo que eso también tiene que ver con la cultura del MP3, donde en el celular de un chico conviven AC/DC con Justin Bieber», completa.
La cantante Mariana Baraj también marca una de las estéticas más interesantes de los últimos años. Con una línea musical en permanente movimiento y una voz contundente, cada uno de sus discos parte de un concepto nítido. Sus presentaciones son performances en las que la música se suma a un cuidado vestuario y a una puesta escénica. Porteña de nacimiento, radicada en la localidad salteña de Cerrillos, su disco más reciente es Sangre buena, en el que despliega su faceta como compositora, y que marca otra vuelta de tuerca. «Ahora me siento más cerca del formato canción y del espíritu pop en materia de forma y orquestación. Sangre buena lo compuse en Salta y mantiene esa impronta del noroeste».
Son, finalmente, puntas del ovillo. Se podría pensar en los experimentos de Gaby Kerpel, Villa Diamante, Metabombo, Chancha Vía Circuito; en voces notables como las de Luciana Jury, Lorena Astudillo y Luna Monti; en el trabajo que desde el rock hace Arbolito; en el último disco del contrabajista de jazz Guillermo Delgado, Adentro, tomando el folclore como punto de partida; o en el sorprendente primer trabajo solista de Rubén Lobo, La voz de los parches. También se podrían mencionar la frescura de Aca Seca, Dúo Coplanacu y Orozco Barrientos; el clasicismo que ya ostentan Juan Falú o Peteco Carabajal; o la vigencia inquebrantable de José Larralde. Cualquier listado siempre es incompleto, y más cuando se trata de un momento de vital expansión. En todo caso, como sostiene Mariana Baraj, más allá de los nombres, lo más interesante es la necesidad de indagar en el folclore. Siempre hay una respuesta.
—Andrés Casak