21 de noviembre de 2021
Desde la reposición de Okupas al estreno de La 1-5/18, las producciones locales dan cuenta de la vida en condiciones precarias con resultados disímiles.
Compañía. Los protagonistas de Okupas son jóvenes que están perdidos y que encuentran en la amistad una forma de salir adelante.
SANDRA ROJO
La escena del “mascapito” la inventé yo en un casting», cuenta Dante Mastropierro, más conocido como El Negro Pablo, uno de los personajes memorables de Okupas. Bruno Stagnaro, el creador integral de la serie, les había planteado la siguiente situación: «“Va a venir una persona a la que ustedes le tienen bronca, así que lo tienen que verduguear”. Y bueno, yo lo acomodé y le dije eso al personaje de Ricardo. Pero lo hicimos tan fuerte que Bruno no sabía si estábamos actuando o si lo hacíamos de verdad. Lo verdugueamos tanto al pibe que estaba en la prueba de casting que lo hicimos llorar. Yo pensé que estaba compenetrado con el personaje y que estaba actuando, pero me dijo que no, que se asustó de verdad».
La cruda violencia de la improvisación de Mastropierro impactó a los presentes. «Bruno me dijo: “Dante, me gustó mucho la escena, ¿la puedo poner?”. “Sí, Bruno, póngala”. Y entonces me dijo que me quería en el casting: él escribía varias cosas y después nosotros nos mandábamos», recuerda. Tanto el diálogo en cuestión, como el resto del capítulo que lo contiene, no serán olvidados por ninguno de los cientos de miles de fans que vieron Okupas en 2000, cuando su estreno parecía presagiar el desastre argentino que se avecinaba. La ficción sumó nuevos seguidores en los años siguientes, gracias a las copias de baja calidad que circulaban en YouTube. Y con su reposición en Netflix trascendió las fronteras locales.
Okupas tiene algo que escasea en el cine y la televisión actual: un nivel de verdad brutal, que no es lo mismo que «realismo». Con su fuerza narrativa y sus matices, la historia hace que nos zambullamos de cabeza en la ficción. ¿Y cómo se logra esto? Por supuesto, con un talento inusual como el de Stagnaro, quien ya había empezado a quebrar el anquilosado sistema de representación del cine argentino un par de años antes, cuando estrenó Pizza, birra, faso, codirigida con Adrián Israel Caetano. Stagnaro supo crear este mundo, escribirlo y filmarlo, pero también demostró su capacidad para identificar y poner en acción a personajes como el de Mastropierro.
«Hay gente que no sabe de muchas cosas, porque no las ha vivido. Yo voy a cualquier villa y si escucho dos tiros no me voy asustar. Pero por ahí va otra persona y no duerme en toda la noche. Son cosas que pasan, la gente tiene que ver eso. Por eso yo quiero decirles a los que filman para la televisión y el cine que pongan realidad en la pantalla», expresa el actor. Si el reestreno de Okupas probó su vigencia, al mismo tiempo puso en evidencia las taras y los prejuicios de otras producciones audiovisuales al abordar escenarios, situaciones y relatos surgidos en la marginalidad. Los resultados suelen ser catastróficos cuando parten de lo que alguna vez se ha llamado «la mirada de los biencomidos sobre los malcomidos». Las reacciones adversas que suscitó en la crítica el estreno de La 1-5/18, de Pol-Ka, parecen reconfirmar lo dicho sobre la vitalidad de Okupas.
El escritor Leo Oyola, autor de una obra poblada de personajes marginales (Kryptonita, Chamamé, Ultratumba) señala que «Okupas tiene esa vitalidad porque cuenta una historia de amistad, trata sobre tipos que están perdidos y se encuentran en un momento en el que para seguir adelante es mejor estar en compañía. Tiene muchos elementos, pero se hace cargo del personaje de Ricardo, que es con quien entra a la ficción la mayoría de los espectadores. Y es el que termina siendo más antipático, porque tiene sus preconceptos y no tiene problema en decirlos; se cree alguien que no es, jetea de más. Puede producir empatía en un espectador que se dice: “Qué salame, yo hubiera hecho lo mismo”».
En ocasión del estreno de su serie Un gallo para Esculapio, que se metía en el universo de las riñas de gallos y los piratas del asfalto, Stagnaro le decía a este cronista que «el verosímil está más ahí, en esa construcción de los personajes, en la verdad del vínculo entre ellos, que en el retrato de la cuestión social. A Okupas la siento un poco más propia que a Pizza, birra, faso, porque me identificaba más con su protagonista: contaba el descenso de un pibe de clase media, alguien más cercano a mí». Tanto en la película como en la serie el procedimiento fue el mismo: «No apegarnos mucho a los diálogos escritos, solo establecer un camino, el recorrido emocional por donde pasaban las escenas. Y luego pedirles a los pibes que los dijeran con sus propias palabras».
Personajes con calle
Históricamente el cine argentino produjo estereotipos pero también narraciones honestas y poderosas sobre individuos caídos del sistema, como las de Fernando Birri, que hizo su clásico Los inundados bajo el influjo del neorrealismo italiano. Y, por supuesto, la que se destaca es la obra de Leonardo Favio, sobre la cual el crítico David Oubiña escribió: «Su maestría consiste en trazar todo un mapa social a través del derrotero de un niño delincuente, de un insignificante tahúr provinciano o de un oscuro dependiente en una ferretería de pueblo». La clave reside, en parte, en que desde Crónica de un niño solo, Favio contó mundos que conoció de primera mano, que sintió propios.
El caso del poeta y cineasta César González es inusual, porque narra la villa desde adentro, ofreciendo una mirada que pocos realizadores están en condiciones de ofrecer. Nacido en la Villa Carlos Gardel, en el oeste del Conurbano bonaerense, pasó en la cárcel cinco años y hoy tiene tres libros de poesía publicados y cinco películas estrenadas, desde Diagnóstico esperanza hasta la más reciente Lluvia de jaulas. Un par de meses atrás publicó el libro El fetichismo de la marginalidad (Sudestada), en el que escribe que el mito de villero violento está «lejos de ser derribado» y que, por el contrario, se vio «solidificado no solo de forma salvaje a través de los noticieros», sino también de series y películas «cuyos creadores no admitirían jamás que disfrazan su racismo y que contribuyen a la construcción del villero como monstruo».
En la presentación del libro, González señaló que «en Estados Unidos, con los afroamericanos y los pueblos originarios hay un montón de debates que ya se dieron en el cine, con una cierta culpa de la raza blanca. Esa culpa hoy da lugar a películas como Moonlight, que puede saciar todos los casilleros de la corrección política, lo que para mí también es parte del problema: es decir el exceso de estigmatización, romantización y paternalismo». Mientras tanto, en el país «todavía estamos estancados en la caricaturización, en la falta de investigación. La mayoría de los directores son porteños y porteñas que para conocer una villa solo tendrían que caminar cinco cuadras, pero no lo hacen. Y filman simplemente con lo que tienen en el imaginario de su clase y ya está, no hay un temor a hacer cualquier cosa a la hora de representar a los barrios populares porque nadie lo va a cuestionar».
¿Puede el cineasta de clase media narrar esos mundos que le son tan lejanos? Lo esencial, coinciden directores y guionistas, es sumergirse en la realidad y aprender a observar y escuchar. «Lo que hacemos al principio es un trabajo de investigación a la antigua», cuenta Martín Mauregui, coguionista de varias películas de Pablo Trapero como Leonera y Elefante blanco. «Cuando hicimos El cielo del centauro, la película de Hugo Santiago, estuve un tiempo en el Docke buscando unos extras picantes, barrabravas, algunos con prisión domiciliaria», cuenta. «Ingresamos a las villas a través de los curas que trabajan en ellas. Nos permitieron acompañarlos en distintas situaciones, en especial fiestas litúrgicas, encuentros deportivos, ferias», agrega.
Para Nicanor Loreti, director de, entre otros films, el exitoso Kryptonita, basado en la novela de Oyola, los realizadores locales que mejor reflejan la marginalidad «son César González, Celestino Campusano (Vikingo, Vil romance) y Edgardo Castro (La noche y Las ranas): es gente que se mete en la realidad y la filma cruda. El verdadero cine argentino hoy está en esas películas, muchos directores estamos haciendo en un punto Hollywood en castellano. Pero Campusano, González y Castro muestran otra forma de ver la realidad, más visceral y más propia, una forma de narrar sin concesiones que representa verdaderamente a nuestro país. Es un cine genuino. No tratan de contar lo que no conocen; se meten en un mundo que les es propio. No tratan de ser otra cosa ni ser condescendientes con el espectador».