17 de diciembre de 2021
La participación de presos en delitos graves preocupa a especialistas y revela las falencias de los establecimientos penitenciarios. La demagogia punitiva.
Rosario. La Unidad de Detención número 3 fue señalada en investigaciones judiciales como el origen de hechos criminales.
Una agencia de sicarios dedicada a crímenes e intimidaciones, fraudes millonarios, extorsiones en las redes sociales y actividades de narcotráfico, entre otros episodios recientes de inseguridad, mostraron un llamativo punto en común: fueron organizados o contaron con la participación de personas detenidas en distintas cárceles del país. Los hechos parecen confirmar el lugar común respecto a que las prisiones funcionan como escuelas del delito, más que como instancias de reinserción social, pero en la opinión de los criminólogos expresan un fenómeno más complejo, vinculado con efectos de la virtualidad y con las condiciones de los establecimientos penitenciarios.
La participación de presos en delitos graves contradice una receta de las políticas de mano dura, que aboga por la intensificación del encarcelamiento y la restricción de derechos a los detenidos como solución de los problemas de seguridad. «La expectativa respecto a que las cárceles pueden cortar los vínculos entre las personas que están detenidas y las que están afuera no se ajusta a la realidad. Hay mucha circulación de personas en las prisiones, y los casos de corrupción del sistema penitenciario contribuyen a la porosidad del encierro», advierte el criminólogo Enrique Font. El fiscal rosarino Pablo Socca lo expresó con sinceridad: «Estoy harto de investigar y al poco tiempo darme cuenta de que los delincuentes ya están presos», dijo en septiembre pasado, cuando descubrió que de las 16 personas a las que acusaba por homicidios, balaceras y narcomenudeo, 12 se encontraban detenidas.
Si las limitaciones de la circulación por la pandemia hicieron disminuir los delitos callejeros, la expansión de la virtualidad en la vida cotidiana incidió en el aumento de los fraudes telefónicos. Los cuentos de los estafadores son diversos, desde hacerse pasar por empleados de organismos públicos o instituciones bancarias hasta ofrecer premios y asistencia en gestiones comerciales. El objetivo es el mismo: ganar la confianza de las víctimas y conseguir sus claves bancarias para vaciar las cuentas y obtener créditos que son derivados a otros circuitos financieros.
La Justicia porteña descubrió así en el mes de noviembre una banda integrada por presos del penal de Magdalena y barrabravas de Tigre que realizaba estafas y extorsiones a través de WhatsApp y de las redes sociales. La investigación de chantajes realizados con perfiles falsos en Facebook llevó en agosto pasado a detenidos en la Unidad número 39 del Servicio Penitenciario Bonaerense. Otro grupo, dirigido por presos de Río Cuarto, fue imputado por 21 fraudes cometidos entre 2018 y 2020 contra personas mayores en la provincia de Santa Fe.
La sucesión de tiroteos contra domicilios de jueces y edificios judiciales durante 2018 en Rosario, actualizada este año con un ataque horas antes del juicio por los atentados, fue adjudicada a Ariel Máximo Cantero, preso en la cárcel federal de Marcos Paz. Según investigadores judiciales, la mayoría de los crímenes que ocurren en Rosario son además planeados en la cárcel de Piñero y un grupo de sicarios desarticulado en mayo pasado, cuando estaba a punto de cometer un crimen, seguía las órdenes de un preso en la Unidad de Detención número 3.
«La cuestión es qué respuesta se puede construir ante esta realidad –señala Máximo Sozzo, director de la Maestría en Criminología de la Universidad Nacional del Litoral–. En la provincia de Santa Fe particularmente, aparece una respuesta muy tradicional, muy conservadora, que propone restringir al máximo las posibilidades de comunicación de todas las personas privadas de la libertad para evitar que alguien ordene un tiroteo u otro delito». La propuesta «no es efectiva, porque los teléfonos celulares circulan de todos modos en las cárceles aunque estén prohibidos, y además produce efectos negativos en la vida de las personas que no se dedican a organizar delitos desde las prisiones».
Falsas promesas
Actual rector del Instituto Universitario de Seguridad Marítima y con amplia experiencia en instituciones académicas y gubernamentales de distintos países, Font tiene una mirada crítica sobre «la demagogia punitiva» y sus consecuencias: «El delito que no se resuelve por inclusión social, por política, por desarticular redes, no se va a solucionar por el hecho de poner a más gente presa. Ese dato habla de una promesa de seguridad falsa», enfatiza.
El funcionamiento del narcomenudeo en Rosario y en el Conurbano bonaerense, y su reciclaje frente a procedimientos judiciales, ejemplificarían el cuadro de situación. «Es ingenuo pensar que el negocio se corta por encarcelar a algunas cúpulas y a algunos policías. La logística de esos grupos es rudimentaria y fácilmente reemplazable», dice Font.
El descubrimiento de un teléfono de línea en la celda de Ariel Cantero, líder del grupo Los Monos, provocó una polémica entre funcionarios del Gobierno y la Justicia santafesina y la interventora del Servicio Penitenciario Federal, María Laura Garrigós de Rébori, quien dijo que los presos no están incomunicados. Cantero acumula 96 años de prisión por la suma de ocho condenas, de las cuales seis corresponden al período que lleva detenido. «Por donde uno lo mire hay tanta frustración producida por la propia lógica de lo que se promete por demagogia punitiva que después viene la indignación –analiza Font–: una indignación que puede ser legítima y de buena fe en los sectores populares, pero que en las voces de jueces y fiscales suena a puesta en escena, porque ellos conocen bien el paño».
Sozzo diferencia los criterios penitenciarios de Santa Fe de los que rigen en la provincia de Buenos Aires, donde los celulares están legalizados bajo control de las autoridades, «y no me da la impresión de que estas políticas que permiten a las personas privadas de su libertad una comunicación más fluida con sus familiares y amigos haya generado una catarata de actividades delictivas».
La circulación de objetos prohibidos es recurrente en la historia de las cárceles, «muy vinculada con tramas de microcorrupción de agentes estatales», dice Sozzo. En opinión del director de la revista especializada Delito y sociedad, se trata de «repensar este tipo de problemas» a través de controles «y de preguntarnos qué capacidad tienen las policías y los fiscales de realizar investigaciones exitosas y cómo esas investigaciones desarticulan esquemas ilegales más o menos organizados dentro y fuera de la prisión».
Coeditor de Historia de la cuestión criminal en América Latina (2017), entre otros trabajos de investigación académica, Sozzo observa que «las prisiones argentinas contemporáneas se han consolidado como una máquina de producción de degradación y de sufrimiento, por lo que es difícil pensar que generen mecanismos para producir un efecto positivo, llámese rehabilitación, reinserción o resocialización».
Prevenir los delitos que se organizan desde las prisiones supone entonces poner el foco en los propios establecimientos penitenciarios. «Hemos construido una manera de castigar el delito que tiene un efecto destructivo y que genera la restricción aún más dramática de las oportunidades económicas y sociales de personas que provienen de trayectorias vitales marcadas por la marginación. Esta dinámica dispara trayectorias delictivas», advierte Sozzo. Más que el remedio que ofrecen los discursos punitivistas, «la prisión es una parte significativa del problema».