16 de febrero de 2022
Entre la celebración del dinero y la crítica social, entre el individualismo y las identidades colectivas, el rap y el trap renuevan sus temas y sus recursos.
Estigmas y emblemas. El matancero Lucas, de Puerta Hierro; el Melly, de Ejército de los Andes; y los neuquinos Barderos Crew.
Quiero toda la money», dice Nicki Nicole en una canción que se presume romántica. «Pensando en el money, papi, a todas horas», coincide Cazzu, que lleva el signo pesos tatuado en un labio. «No quiero hacerme cheto, quiero hacerme millonario», declara por su parte L-Gante. La celebración del dinero y del consumo es un motivo reiterado en las canciones de la llamada música urbana y a la vez un punto de tensión con la exigencia de ser auténticos y mantenerse fieles a los orígenes, asumida como un valor.
«En el trap argentino el dinero es por momentos un objetivo en sí mismo en tanto sinónimo del éxito», dice Natalia Tosello, integrante de la Red Interdisciplinaria de Investigadores de Rap y Hip Hop. «La posibilidad de cambiar de vida y ascender socialmente no es solo una cuestión imaginaria: gracias a la masividad y a una nueva forma de operar de las industrias culturales, vemos a pibes de barrio que repentinamente se vuelven famosos y ganan mucha plata», afirma Sebastián Muñoz Tapia, sociólogo y doctor en Antropología.
El concepto de música urbana, tal como circula en el ambiente, incluye al rap, el reggaetón, la cumbia, el trap y diversos subgéneros de esas vertientes. «Indica una nueva forma de hacer música, ya no tan dependiente de los sellos discográficos, a través de las plataformas digitales y del combo entre Instagram, YouTube y Spotify, que permite una cuantificación inmediata de la popularidad», destaca Muñoz Tapia. «Decir trap es ahora limitado, pero a la vez el género está en su apogeo en Argentina y en América Latina», agrega el periodista especializado Nicolás Igarzábal.
En ese contexto, la exaltación del consumo –«el dinero tiene que ser ostentado en la ropa, en los autos costosos y en las joyas que los artistas exhiben en sus videos», dice Tosello– contradice una tradición de crítica social vinculada con otras formas de la música urbana y en particular con el rap del Conurbano bonaerense. Un ruido de fondo que también se escucha.
Realidad y ficción
«Hay raps muy críticos y raps para bailar, porque también es una forma de divertirse. Las letras son muy ricas desde lo lingüístico, los pibes manejan muy bien los recursos expresivos aunque muchos de ellos no completaron el ciclo de educación formal», dice Martín Biaggini, autor del libro Rap de acá, la historia del rap en la Argentina (2020) y profesor de la Universidad Nacional Arturo Jauretche.
En el Conurbano bonaerense, agrega Biaggini, «los raperos contraponen un nosotros a un ellos en el que incluyen al Estado, identificado con la policía, la gendarmería y el estereotipo del político corrupto, y también al cheto y al que los critica sin comprenderlos». Al mismo tiempo, «cambian lo que es un estigma en un emblema»: si el barrio Ejército de los Andes es más conocido como Fuerte Apache y está asociado a la delincuencia, los jóvenes de la zona se enorgullecen de su procedencia y la exhiben en sus nombres artísticos. «Represento al barrio en que nací», rapea por caso Lucas de Puerta Hierro, en alusión a la villa de La Matanza donde se crio.
Martín Biaggini integra un equipo de investigadores que realizó 700 entrevistas con músicos del Conurbano y realizó el documental Los residentes, protagonizado por jóvenes de cinco barrios. Más allá de las particularidades, apunta, hay coincidencias que afirman principios de vida y artísticos: ser humildes «como una forma de socialización» y a la vez reales, «no vender humo, no fantasmear, como ellos dicen».
«Vengo del tiempo de códigos que hoy no junan/ Donde los piolas le hacían la guerra a la yuta», proclama El Melly en su hit «Cheto mal». Otra de sus canciones, «Vos no sos un criminal», está destinada «para ese cachivache que se hace el chorro y nunca hizo nada». La vida delictiva tiene hitos en el género como «Queridos amigos», en el que el grupo Fuerte Apache, formado en 1998, evoca a los «criminales inmortales» del barrio.
«No siempre hay romantización del delincuente –aclara Biaggini–. Puede ser en la primera generación, pero la evolución de las letras es notoria en los raperos de barrios marginales». Como ejemplo cita un verso de Pinta Ruido, rapero del barrio San José, de La Matanza: «Ser real es levantarse a las cinco de la mañana para ir a trabajar».
Malas compañías. Zaramay con Los Monos.
Autor de «Bandolero» y de «Ta cabrón el Himalaya», entre otros éxitos, Zaramay se presenta como «el jefe del malianteo» (término derivado de «maleante»). Se trata de un subgénero del reggaetón, que afirma haber introducido en la Argentina y que, según su interpretación, alude al delito con «un mensaje positivo». Sin embargo, en febrero de este año el trapero pasó un mes detenido después de fotografiarse con armas y en compañía de integrantes de Los Monos, la banda narco de Rosario.
El incidente provocó una polémica en el ambiente de la música urbana. «Zaramay fue muy cuestionado al fotografiarse con armas, porque para muchos mostró una imagen que no correspondía con su vida –explica Tosello–. En cambio, Homer el Mero Mero, del grupo Barderos Crew, suena más creíble cuando cuenta que estuvo ligado con el ambiente de las drogas en la provincia de Neuquén, donde creció, porque se sabe que vivió algo así». La discusión derivó en una batalla entre «el jefe del malianteo» y L-Gante a través de videos y de Instagram.
«Esto no es música, es droga», dice el eslogan de Homer. Sus canciones evocan clichés de la cultura gangsteril («El mundo es tuyo», cita de la película Scarface) y también la violencia narco: «Mala fortuna» relata la historia de un vendedor de drogas que quiso engañar a la mafia. Pero el criminal no representa un carácter socialmente alternativo: también él persigue el enriquecimiento como objeto de vida.
«Mantenerse reales es un valor del hip hop y no del trap», puntualiza Tosello, que estudia el fenómeno en la ciudad de Ushuaia, donde vive. En la nueva generación, la exigencia se relativiza. «Los chicos generan un personaje –agrega la investigadora–. Claramente no están viviendo esa realidad de la que hablan en sus videos: no venden drogas ni tienen autos carísimos».
Para Muñoz Tapia, la tecnología media en un contacto más directo entre los artistas y el público. «Muchos pibes sueñan con tener su estudio casero y hacerse famosos como los artistas a los que siguen. El ideal de ser artista se democratiza, porque cualquiera puede grabar, distribuir, hacer un video», dice.
La competencia (batalla, biff) y la colaboración (feat, junte) aparecen como procedimientos opuestos pero complementarios como formas de difusión y de consagración. «Es distinto a como se hacía la cumbia, o el rock. Hay una lógica donde se valora al individuo y donde los colectivos son variables que se construyen a través de las redes sociales. Cada uno puede crear un personaje propio con Instagram», observa Muñoz Tapia.
«En la música urbana hay una valoración importante del individuo –agrega el investigador–. No vemos grupos de música estables como podían ser los de rock sino colectivos flexibles: un artista puede hacer una canción con otro, y después con otro. Es una forma nueva de ser individuo y de integrar colectivos».
El culto del individuo presupone el éxito y la capacidad de consumo y derroche que exhibe. Una figura que oscila entre la idealización propia de un modelo y la pretensión de no engañar al público y de hablar a partir de la propia experiencia. «El fetichismo del dinero viene del imaginario del hip hop norteamericano. En este país donde hay tanta desigualdad es más chocante escuchar a pibes hablando así del dinero en las canciones y en las entrevistas, pero después de todo cantan sobre algo que les pasa», opina Igarzábal. Tal vez esas imágenes no sean sino un reflejo aumentado de valores corrientes en la propia sociedad.