9 de febrero de 2023
Marcelo Guerrieri (Lomas de Zamora, 1973) es autor de las novelas Con esta luna (2021) y Farmacia (2016) y del libro de cuentos Árboles de tronco rojo (2012), entre otras publicaciones. Es antropólogo por la Universidad de Buenos Aires y profesor de la Licenciatura en Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes. Preside la Unión Argentina de Escritoras y Escritores.
El auto azul avanza. Gira en redondo y vuelve a su lugar. Si el tipo que saca la cabeza por la ventanilla no estuviera a los gritos pasaría por una marioneta que sacude los brazos. Normita acaba de asomarse a la ventana del edificio de enfrente y le pide que deje de gritar, que son las tres de la mañana, que los vecinos duermen. Él insiste en que ella baje y tanto insiste, que la ventana del edificio se cierra y la puerta del auto se abre. Ella entra. Veo las siluetas dentro del auto azul: dos fantasmas que se hablan. El auto arranca y se aleja y con el auto azul se va mi diversión: durante un rato largo el silencio, un ruido en un edificio, un golpe sordo que viene de algún lado; cada tanto un ladrido o el viento o algún auto que pasa. Me cebo un mate para matar el tiempo que ya está muerto de antemano.
Para aburrirme menos me dedico a imaginar a los dueños de los autos. Ese Dodge Polara, gigante, rojo, debe ser de un tipo de cara gorda, nariz achatada, un vendedor de seguros o un repositor de supermercado; el Citroën verde me parece horrible y se me ocurre que su dueña es parecida a mi maestra de quinto grado, vive en un monoambiente en Montserrat con una ventana que da a un paredón gris; cuando sube por el ascensor sueña con un destino mejor, con alumnos obedientes.
Pasa un auto por la calle y es casi una fiesta: el ruido me distrae. Dejo el mate en el piso. Estiro las piernas. Miro al cielo. Hay nubes grises y un agujero de cielo negro.
El Renault doce debe ser de un pibe joven, estudiante de alguna cosa rara, biología, bibliotecología, le gusta el café con leche y las medialunas de manteca y en la pieza tiene la foto del Che con el habano en la boca y la gran sonrisa.
El vendedor de diarios viene a saludarme antes de arrancar con su laburo. De joven estudió en la facultad hasta tercer año. Se cansó y se metió a cura en Bariloche. Cosas de pendejo, dice, si hubiera terminado la carrera, dice. Nunca termina la frase. Habla de costado. Mira de costado. Como si estuviera mintiendo. Cuando te mira a los ojos parece que fuera ciego. Le convido un amargo. Charlamos sobre cosas que no hace falta pensarlas y cuando se va me parece que charlé conmigo mismo o con mi pensamiento.
Voy a la casucha a calentar la pava. Miro hacia la calle por la ventanita: como si no los conociera de memoria veo el frente de la mercería, el portón del almacén, el edificio.
El auto azul acaba de estacionar enfrente. Normita y su novio están a los gritos, pero no se escucha nada porque tienen la ventana cerrada y la música a todo lo que da. Y no me llama la atención que ella esté llorando ni que salga de golpe y corra para su casa; el auto azul arranca y se va. Siempre lo mismo cuando vuelven tan temprano. Seguro la discusión de siempre. Cada tanto Normita viene al estacionamiento después de estas agarradas y me lo cuenta todo en el asiento de atrás del Polara.
Un día de estos desaparezco del laburo y se acabó el auto azul y Normita. Pero por ahora se va tirando: cada tanto Normita, las charlas conmigo mismo o con el vendedor de diarios. A veces me entran ganas de treparme a un tren de carga y dejarlo todo. El tema es que no tengo nada que dejar.
Me la juego que el Duna blanco es de un abogado: tiene la estampita de la Virgen de Luján colgando del espejo, tapizado de pana verde; adentro hay olor a desinfectante de telo. Debe ser separado. Cuarenta a lo sumo. La cara picada de viruela y una pelada redonda.
Ahí viene Normita. Cómo me gusta esa forma de caminar, medio atravesada. Se sienta sobre el cajón de cervezas vacío. Ya no aguanto más, me dice. Por la forma en que mira el piso parece que esta vez la cosa no viene de Polara. Viene de bajón fuerte. Le convido un cigarrillo. Dice que no con la mano. Tiene un surco negro en la mejilla y una marca roja que parece un cachetazo. El Duna debe ser de un abogado, le digo. No contesta. Ella conoce a la gente de los autos, los ve ir y venir a la mañana, cuando ya no es de noche y la gente normal anda por la calle. Capaz que hasta es vecino de ella y seguro que se cruzan en el ascensor y seguro que ella lo conoce al dueño del Duna blanco.
Se levanta el vestido con florcitas y se rasca el tobillo. Me picó un mosquito, dice y se rasca, mira el piso, no me mira, sabe que me di cuenta del cachetazo. Qué tenés en la cara, le pregunto. Mira el cielo negro y señala. Va a llover, dice, y se pone a hablar de cuando era chica. Esta vez habla todo de corrido, no como siempre que se para en cada frase y cambia de tema todo el tiempo. Habla de un portón verde, de un terreno baldío donde juntaba cosas para las muñecas. Se para y mira para el lado de los autos. Me la juego que el Renault doce es de un pibe joven, le digo. Gira en redondo y me mira. Esta vez está rara Normita, parece como si viera las cosas de frente y no a través de esa nube que tiene en los ojos todo el tiempo. Me gusta verla así, cuando está parada de frente. La luz que sale de la casucha le da de lleno en el vestido. Los barrotes de la reja se le pintan en el cuerpo. Barrotes de sombra. Basta con apagar la luz para sacarla de esa cárcel. Sonríe apenas, se da vuelta y camina hacia el Polara. La sigo despacio, las manos en los bolsillos, me sube la sangre a la cabeza y me baja de golpe. Ella se sienta y estira las piernas y se saca la bombacha por abajo del vestido. Cuando cierro la puerta del auto ella ya hizo todo eso. Le busco la piel por debajo de la ropa y ya no nos hablamos por un rato, o lo que pasa es que nos decimos cosas cortadas, y capaz que es acá cuando nos hablamos en serio, cuando se tapa la boca para tapar los gritos y yo me aguanto las ganas de largar puteadas.
Llegados a este punto es cuando Normita empieza a hablar del novio. Pero esta vez baja la ventana y me pide un cigarrillo. Fumamos separados, cada uno apoyando el brazo en su ventana, echando el humo para afuera, para que no sospeche el dueño del Polara. Enfrente hay un Torino verde metalizado, calcomanías en la luneta, un tigre de peluche colgando del espejo. Me la juego que el Torino es de un tipo flaco, le digo, un deportista; una vez por semana juega al fútbol con los amigos, después se van todos a cenar. No contesta. Fuma callada. Cada tanto Normita se va sin saludarme pero esta vez me abraza y se duerme acurrucada. Yo al rato sigo con mi laburo que a esta hora es baldear el estacionamiento, ordenar la casucha, cambiar la yerba, calentar el agua, charlar con el vendedor de diarios.
Cuando está por salir el sol, la despierto. Tarda en entender dónde se encuentra. Se estira en la cama doble que es el asiento de atrás del Polara y lagañosa y dormida busca la ropa en el suelo. Se pone el vestido largo. Sale del auto. Y se va caminando lento. Con ese andar atravesado que tiene Normita.