1 de abril de 2022
¿Qué es una violación? La pregunta puede parecer tan innecesaria como obvias las posibles respuestas. El sentido común indica que se trata de un delito, una expresión extrema de violencia sexual, un crimen inaceptable. Sin embargo, tal como se pone de manifiesto cada vez que algún caso particularmente cruel conmueve a la sociedad, tras ese primer reconocimiento, los modos de entender esta forma de violencia toman caminos divergentes. Algo así ocurrió tras la violación en patota perpetrada por seis hombres jóvenes en el mes de febrero, a plena luz del día, en un auto estacionado en uno de los barrios más transitados de la Ciudad de Buenos Aires.
Tras el unánime repudio, comenzaron a vislumbrarse dos grandes líneas de interpretación de lo sucedido. La primera de ellas, expresada por la ministra de Mujeres, Géneros y Diversidad, Elizabeth Gómez Alcorta, puso el acento en la «matriz cultural» que subyace a estos actos. «No son monstruos, son varones socializados en esta sociedad», dijo la funcionaria, enfatizando que no se trata de casos aislados ni de hechos que estén vinculados con varones con algún problema en particular. «Es tu hermano, tu vecino, tu papá, tu hijo, tu amigo, tu compañero de trabajo», escribió la funcionaria en Twitter.
Con mayor o menor grado de oportunismo político, un coro de voces reaccionó a las palabras de Gómez Alcorta. «¡El Gobierno justifica al que viola!», dijo la titular del PRO, Patricia Bullrich, y pidió la renuncia de la ministra. «De qué está hablando, los hombres que violan son una ínfima minoría», se quejó un reconocido periodista radial, mientras el mensaje de Gómez Alcorta era groseramente tergiversado en medios audiovisuales y redes sociales. «Dice que la culpa es de todos. Si sos hombre, vos sos parte de esto, de lo que hicieron estas bestias», pudo escucharse al aire en la pantalla de TN. La defensa casi corporativa del género masculino transformó el análisis de un problema social en una cuestión personal y tuvo como principal argumento el carácter excepcional de violaciones como la que ocurrió en Palermo. Desgajada de su contexto social y cultural, confinada al casillero de las patologías individuales, de los actos anómalos cometidos por locos, psicópatas o «enfermitos», la violencia sexual no tendría nada para decir sobre las sociedades que habitamos.
Sin embargo, la asiduidad de estos crímenes parece sugerir lo contrario: que los perpetradores sean siempre varones; que las víctimas sean mujeres o cuerpos feminizados; que las formas de la crueldad se repitan, casi idénticas, en distintos momentos históricos y espacios geográficos deberían ser indicios más que suficientes para interrogarse sobre los marcos sociales y culturales que habilitan el sometimiento del cuerpo de otro ser humano.
Ya en la década de 1970, estudios pioneros revelaron que los factores culturales eran más relevantes que los individuales para explicar la insidiosa prevalencia de la violencia sexual. Del mismo modo, pensadoras feministas como la antropóloga Rita Segato enfatizan su origen sociocultural: junto con el repertorio de valores, patrones y conductas que dan forma a las identidades masculinas, los varones «aprenden» a violar.
Esto no significa que todos lo hagan, por supuesto, sino que el mandato, la fantasía o la posibilidad de usar y abusar de los cuerpos femeninos constituye un nudo profundo, y no siempre consciente, de la masculinidad, al menos tal como la conocimos hasta ahora. Y forma parte del «manual de instrucciones» que enseña a las crías humanas a devenir varones y mujeres sociales.
Es necesario indagar en esas raíces profundas, hacerlas visibles, interrogar el modo en que impregnan las interacciones cotidianas, las relaciones afectivas, los lazos familiares y los ámbitos laborales para comenzar a desmontar esa cultura que habilita la violación, y que une con un hilo invisible situaciones naturalizadas de asimetría de poder con formas brutales y crueles de violencia.