Opinión

Ulises Gorini

Director de Acción.

Madres, la herida simbólica

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1982. La fuerza del reclamo constante.

GARCÍA/AFP/DACHARY

Nunca tuvieron el poder de desestabilizar la dictadura ni siquiera de ponerla en riesgo, pero le infligieron una herida simbólica de la que nunca logró reponerse. El sábado 30 de abril de 1977 un grupo de madres de desaparecidos se reunió por primera vez en la Plaza de Mayo, frente a la Casa Rosada, para exigirle a la Junta Militar que gobernaba el país una respuesta sobre el paradero de sus seres queridos. La convocatoria la había realizado Azucena Villaflor de Devincenti, madre de Néstor Devicenti, secuestrado en noviembre del año anterior. Ella había sufrido personalmente el fracaso de los hábeas corpus, la inutilidad de los trámites de averiguación de paraderos, y el humillante y doloroso peregrinaje por cuarteles, comisarías, hospitales e, incluso, morgues. Nada daba resultado. «Nos mienten en todas partes. Nos cierran las puertas –les dijo Azucena a las mujeres que habían dado sus mismos pasos tras la huella de sus hijos e hijas–. Tenemos que salir de este laberinto infernal; tenemos que ir directamente a la Casa Rosada, instalarnos en la Plaza de Mayo, dirigirnos a Videla y exigirle que nos digan dónde están. Tenemos que ser cien, doscientas, muchas para que se vea, nos vean y él se vea obligado a recibirnos».
A las madres que la escucharon, las palabras de Azucena les parecieron la confirmación de sus propias certidumbres y la propuesta de la Plaza la conclusión acertada. Pero aquel primer día el resultado de la iniciativa no fue el mejor. Apenas concurrieron un puñado de mujeres. No más de 15, según todos los testimonios. Muy pocas en relación con la cantidad que había imaginado Azucena.
Para colmo, habían equivocado la elección del día. Aquel 30 de abril fue sábado, las oficinas de gobierno no atendían y las miles de personas que, en días de semana, atraviesan la Plaza, tampoco estaban. De hecho, ni la policía advirtió su presencia. Sin embargo, volvieron a la semana siguiente. Esta vez un viernes; después cambiaron a los jueves. En pocos meses, la iniciativa cobró fuerza, el número de las convocadas creció significativamente y empezaron a ser vistas por los medios de comunicación, en especial los extranjeros.
Videla nunca las recibió. Pero desde la Rosada tomaron nota de la existencia de esas mujeres. Persistieron con la táctica del desgastarlas. No las recibirían o desviarían la atención; ya se resignarían y dejarían de venir a la Plaza. Pero se equivocaron.
«Lo irracional, lo inesperado, la bandada de palomas, las Madres de Plaza de Mayo, irrumpen en cualquier momento para desbaratar y trastocar los cálculos más científicos de nuestras escuelas de guerra y de seguridad nacional», escribe desde París Julio Cortázar. La emergencia de esas mujeres sorprendió al régimen. La Junta Militar que había consumado el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 creía haber previsto todo y ejecutado un plan preciso para lograr sus objetivos. Estaban garantizadas las estructuras del Gobierno dictatorial. Contaba con la participación y complicidad de partidos políticos y sindicatos, sectores religiosos –especialmente de la Iglesia Católica–, grupos económicos y medios de comunicación, Gobiernos de países vecinos y el apoyo fundamental de Estados Unidos.
Lo que quedaba fuera del control de esa fenomenal estructura de poder no parecía muy preocupante; pero algo se había escapado a las previsiones de la dictadura: ese grupo de mujeres que había empezado a reunirse en la Plaza, casi imperceptiblemente al comienzo, pero que pronto se convirtió en un verdadero foco de interés para la prensa extranjera, la opinión pública mundial y en menor medida (debido a la censura y el terror) dentro de las propias fronteras. ¿Cómo desmentir a estas mujeres cuya sola imagen constituye una denuncia contra el régimen y que de ningún modo encajan en la imagen prefigurada de la subversión? ¿Cómo negar sus acusaciones sin, al mismo tiempo, desmentir su propio discurso que sacralizaba la figura de la madre como pilar de los valores occidentales y cristianos que la dictadura decía defender?
Esas mujeres no tenían ningún tipo de poder; eran un muy pequeño grupo de personas; no pertenecían a organizaciones poderosas, pero les estaban ganando una batalla. Esas madres, que solo cumplían con sus deberes de madres al buscar a sus hijos e hijas erigían una acusación implacable e irrefutable: una herida simbólica. Las Madres se constituyeron en uno de los núcleos más trascendentes de la resistencia. Cada derecho ganado, cada libertad conquistada, tuvo como punto de partida aquel 30 de abril de 1977, que se proyectó más allá de la dictadura y llega hasta nuestros días.

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