24 de agosto de 2022
En poco más de dos años y medio, el fuego arrasó la mitad del gran humedal del Litoral, en la mayoría de los casos por incendios provocados con un fin económico.
Crisis. Potenciados por la sequía, los incendios ya se devoraron un millón de hectáreas.
Foto: Télam
Desde principios de 2020, un día sí y otro también, el fuego arrasa las islas del Delta del Paraná. Potenciada por una sequía persistente y una bajante extraordinaria del río que ya cumplió tres años y vació de agua al sistema, la crisis de incendios en la región más húmeda del país ya se devoró un millón de hectáreas, casi la mitad de la superficie de este humedal que comparten tres provincias (Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos) y que provee de agua dulce, entre otros infinitos servicios ambientales, a la región más poblada de Argentina.
Sin ley de humedales para ordenar los usos productivos del territorio, con una Justicia inexistente que solo funciona como reacción a la presión social, pero nunca investiga de oficio, ni controla, ni sanciona; y recursos estatales escasos y muy mal coordinados, solo la lluvia –que nunca llega– aparece como solución inmediata a un problema que estalla porque durante demasiado tiempo, quienes toman decisiones ignoraron esta agenda.
La expansión de la frontera agropecuaria, que impulsó a muchos productores a dejar de hacer ganadería en «el continente» para ir a zonas marginales como el Delta, así como el mejor acceso a las islas por la construcción de infraestructura como la ruta Rosario/Victoria, ayudaron a la pampeanización de este ecosistema donde el fuego nunca es espontáneo, sino consecuencia de una decisión humana.
Un escenario inédito
No es la primera vez que el Paraná atraviesa una bajante tan pronunciada, ni es la primera vez que el ecosistema se queda sin agua. A mediados de los años 40 del siglo pasado hubo un estiaje aún más extremo que el actual, algo que se repitió de manera menos severa en el año 1973. Pero, a diferencia de las grandes bajantes anteriores, sí es la primera vez que esto ocurre en un escenario natural fuertemente antropizado, o sea, intervenido por el ser humano, del cual el calentamiento global es la cara más visible: «El cambio climático acelera las temporadas de quemas. Esta “limpieza” de terreno que algunos productores ganaderos hacen tal vez se podía hacer en otro contexto y a otra escala, pero ahora el escenario es diferente. El cambio climático es un factor transformador del ambiente que nos coloca ante un problema que nunca existió, y que nos demanda soluciones nuevas de manejo», explica Guillermo Montero, ingeniero agrónomo de la Universidad de Rosario (UNR) especializado en Manejo y Conservación de Recursos Naturales.
Los efectos de las quemas son múltiples en lo geográfico, lo biológico y lo temporal: la postal de las llamas y el humo se traduce, en lo inmediato, en pérdidas masivas de biodiversidad de flora y fauna que llevan a una simplificación del ecosistema. «En poco tiempo, el lugar donde centenares de especies encuentran alimento, refugio y posibilidades de reproducción se transforma de manera brutal, para no volver a ser el mismo», grafica Montero quien, junto con un equipo de especialistas de la UNR, estudia esas transformaciones en la isla de los Mástiles, frente a Granadero Baigorria.
Daño. El humo y las cenizas provocan una altísima contaminación del aire que respiran millones de personas.
Foto: Télam
El humo y las cenizas provocan además una altísima contaminación del aire que respiran millones de personas que habitan varias ciudades del sur de Santa Fe y el norte de Buenos Aires, como Rosario, San Lorenzo, Villa Constitución, San Nicolás y Baradero. Según mediciones hechas por la universidad rosarina, la concentración de partículas contaminantes llegó a ser a principios de agosto hasta 17 veces más elevada que el umbral recomendado desde la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Los humedales son grandes aliados en la mitigación del cambio climático, ya que son importantes sumideros de carbono. Los incendios generan, entonces, un doble problema: la emanación de dióxido de carbono por la quema de vegetación, y la liberación del carbono almacenado en el suelo, ya que el calor extremo también altera la materia orgánica presente en los suelos.
Patrones precisos
El fuego se usa para despejar el territorio de «combustible», que es la vegetación que el frío y la falta de humedad del invierno seca. Es una (vetusta) herramienta de manejo de los habitantes de las islas que siempre se usó a escala casi artesanal, pero que cambió de volumen al incrementarse la cantidad de rodeo en la zona, así como la cantidad de productores ganaderos.
Según explicó Néstor Di Leo, ingeniero agrónomo y parte del Centro de Estudios Territoriales (CET) de la UNR, una vez que el fuego arranca es muy difícil de detener. «Quienes inician el fuego encienden un paquete de ramas secas o una cubierta vieja y la arrastran con un caballo o un vehículo. A medida que van avanzando se enciende el pastizal y luego el viento propaga todo. Vemos patrones con formas muy precisas, líneas rectas, lo que corrobora que son incendios intencionales».
Para Di Leo, el fuego «es una forma de manejo perimida que debe ser descartada», ya que es nociva y contaminante. «Hay formas de usar la biomasa –el pasto seco– con fines útiles, pero el fuego es barato económica e intelectualmente. Solo hace falta un fósforo y un bidón de nafta y muy poco trabajo», agrega el experto.
Las quemas sistematizadas y prolongadas tanto en el tiempo como en el espacio dañan la salud socioambiental de todo el sistema, desde sus componentes naturales (flora, fauna, agua y aire) hasta, por supuesto, la salud humana al respirar de forma crónica aire muy contaminado. La idea de que el humedal es un territorio que debe ser transformado –en este caso por el fuego– para convertirse en «productivo» es lo primero que, según el médico Damián Verzeñassi del Instituto de Salud Socioambiental de la Facultad de Medicina de la UNR, debe ser puesto en cuestión.
«Hay que dejar de pensar que es un área que debe transformarse en productiva, porque no es un área de producción agropecuaria. El humedal del Paraná es un área viva que garantiza la salud de un enorme territorio habitado por seres humanos y otras especies. ¿Cuánto vale el aire puro? ¿Y el agua filtrada por el propio río, que se autodepura de restos contaminantes de metales pesados? Esos son los términos de la ecuación», dice el profesional, autor de la compilación La vida hecha humo, publicada en 2020 donde se sintetizan los efectos sobre la salud que genera el aire contaminado por el particulado grueso y fino que se emana de las quemas de pastizales.
Flora y fauna. Las quemas producen pérdidas masivas de especies y simplifican el ecosistema.
Foto: Mabromata/AFP/Dachary
Está demostrado que la inhalación crónica de aire contaminado irrita el sistema respiratorio y afecta a todo el organismo. Esto es particularmente grave en personas con alguna vulnerabilidad (alérgicos, cardíacos), en bebés, niños y viejos, y en mujeres embarazadas, sintetiza Verzeñassi.
¿Por qué se queman las islas? La pregunta tiene varias respuestas, todas complejas y llenas de matices. Un argumento simplificado podría ser que, durante mucho tiempo, nada se hizo bien: no hubo –ni hay– gestión estatal del territorio, ni nadie intentando desplegar políticas de ordenamiento a mediano y largo plazo. Un ejemplo es lo que pasó con el Piecas, el plan de gestión pensado por científicos tras la anterior gran crisis de las quemas, en el año 2008, que propone un abordaje integral de manejo del Delta desde una mirada ecológica que supere las barreras jurisdiccionales.
La traba legislativa para avanzar con una ley de humedales que sirva para ordenar los usos productivos del territorio, los escasos presupuestos que la Nación y las provincias otorgan a las carteras ambientales, la designación de funcionarios sin conocimientos en el tema y el fuerte lobby de sectores económicos para que nadie controle y nadie sancione terminan de conformar el mosaico sobre el cual se dibuja esta profunda crisis socioambiental.