12 de julio de 2013
Justicia, política y poder siempre estuvieron de la mano. En los comienzos de los tiempos, la justicia la ejercía el propio rey. Él decidía cuándo un vasallo merecía un premio o una visita al verdugo. En esos casos la ley era simple. Todo el que estuviese contra el poder era un forajido que merecía castigo. Si por esas cosas de las guerras, el opositor vencía al rey, la ley no cambiaba, lo que cambiaba era quien donaba la testa.
Luego, como los reyes tenían muchas cosas que hacer, delegaron el impartir justicia en otros tipos llamados jueces. Jueces que no debían olvidarse –so peligro de quedar con sus cabezas lejos de los hombros– quién y para qué los había nombrado.
Recordemos un ejemplo de la actitud de los jueces. A Cambises I, rey persa del siglo VI a.C., se le dio por enamorarse de su hermana y acudió a los jueces para preguntarles si había alguna ley que permitiera que un hermano se casara con su hermana. Según Herodoto, los jueces, astutos, respondieron que «ninguna ley hallaron que ordenase el matrimonio entre hermano y hermana, pero que sí encontraron una que autorizaba al rey de los persas hacer cuanto quisiese». Como se ve, la obsecuencia judicial no es algo nuevo.
Con el tiempo algunas métodos se fueron perfeccionando, pero jueces y poder siguieron siendo dos términos de una misma fórmula.
Lo decía Martín Fierro cuando sentenciaba que era bueno hacerse amigo del juez y lo perfeccionó Carlos Saúl cuando cambió «hacerse amigo» por «nombrar amigos».
Los cortesanos lo son del Poder, el asunto es olfatear dónde está este. Así se entiende que los golpes de Estado no fueran declarados inconstitucionales. Pasó desde 1930, cuando por una acordada se legitimó a las autoridades de facto. En el 55 la Corte convalidó que una Constitución Nacional fuese anulada por un simple decreto de un presidente de facto, lo cual es más inconstitucional que venderles un par de provincias a los chinos. En el 66 la Corte aceptó tres gobiernos de facto y la frutilla del postre llegó en el 76, cuando los jueces debían jurar por el Estatuto para el Proceso de Reorganización Nacional (?). Y para ellos eso no fue inconstitucional, sino que fue perfectamente legal, natural y lógico.
De aquí el concepto de «famiglia unita». Uno para todos y todos para uno. Los trapitos sucios los lavamos en casa. Los de afuera son de palo, de palo de baja calidad. Si no es boga, ni se moleste. Hoy por nosotros, mañana también por nosotros.
Democratizar es una palabra poco usada en la historia. Por eso hay que aprovecharla ahora, antes de que se la afanen.
—Santiago Varela