26 de septiembre de 2012
El nombre de la ciudad boliviana de El Alto no es ningún eufemismo: está a más de 4.100 metros sobre el nivel del mar, vigilando desde arriba a la populosa La Paz, junto con la cual conforma la segunda aglomeración urbana más grande del país, luego de Santa Cruz de la Sierra. También ostenta otros récords: es uno de los enclaves urbanos más pobres y de crecimiento más rápido de Latinoamérica. En sus comienzos, hace 27 años, El Alto era apenas un puñado de casas alrededor del aeropuerto internacional de La Paz. Ahora tiene un millón de habitantes, sobrepasando incluso a la capital boliviana. Es también un enclave que refleja los agudos problemas sociales que, aún en la era Evo Morales, persisten en el país y que se arrastran desde hace décadas.
El Alto fue el refugio de los miles de mineros que quedaron desempleados en los años 90, luego de la privatización y el cierre de sus fuentes de trabajo. Es el lugar que albergó a los campesinos expulsados por la falta de tierras y los bajos precios a los que cotizaba su producción.
También cobijó a muchos bolivianos que no querían vivir en regiones dominadas por la violencia desatada entre las fuerzas armadas y los plantadores de coca. En resumen, todo aquél que no tenía nada de nada y que estaba buscando un lugar donde volver a empezar, encontró en El Alto un espacio para soñar una vida mejor.
Hoy la ciudad asombra con su vida agitada y sus miles de matices. También impresionan su tamaño y el tesón de sus habitantes, quienes pese a la exclusión y la falta de oportunidades supieron ingeniárselas para reinsertarse en la sociedad, lograr algún desarrollo económico, reemplazar sus casas precarias por viviendas hechas de ladrillos, trazar calles, fundar clubes y organizar escuelas para educar a los niños del lugar. Está claro que tienen el deseo de dar a sus hijos una vida mejor que las que los padres y abuelos debieron afrontar.
Algunos incluso lograron colarse en el difuso segmento de la «clase media», una fracción social que los estudiosos denominan como «sector emergente». Sin embargo, muchos, quizá la mayoría de los alteños, permanecen en las estadísticas como pobres. La feria que se monta los jueves y domingos en avenida 16 de Julio es casi un ritual del lugar y hunde sus raíces en las tradiciones ancestrales del pueblo aymara, cuando los «colqa » o mercados eran el espacio de circulación de bienes. Desde las cinco de la mañana, comienzan a ubicarse los puesteros para ofrecer un sinfín de productos, que van desde ropa y alimentos hasta productos electrónicos y repuestos de automóviles.
El regateo es la ley primera en esta intrincada maraña de puestos, que de a poco va dejando de lado la fama de impenetrable para atraer incluso al turismo extranjero. La mezcla entre la cultura de los pueblos originarios andinos y los códigos del más puro capitalismo se refleja también en otra de las sorpresas que depara el lugar: desde 2006, la ciudad elige a Miss El Alto, una competencia donde los trajes típicos quedan de lado y la belleza se mide con los cánones impuestos por la voraz globalización.
—Texto: Cora Giordana
Fotos: Patricio Crooker/Archivolatino