17 de abril de 2013
El barrio Mi esperanza –enclavado en la localidad de Virrey del Pino, en los fondos del partido de La Matanza– es una barriada de trabajadores, con casas bajas donde las construcciones de chapas van dejando paso lentamente a los ladrillos, y la tierra o el barro –cuando las lluvias desbordan las aguas del Río Matanza– invaden con prepotencia las pocas calles asfaltadas y las aceras desparejas de la sinuosa línea de casas. Carlos recorre esas veredas todos los días, cuando emprende el viaje de dos horas y media hasta su trabajo en la zona norte de Conurbano. Aunque su rutina laboral implica casi cinco horas de viaje diarias, Carlos, un boxeador amateur de treinta y pico de años se hace tiempo para entrenar a los chicos –y no tan chicos– del barrio.
«Hace diez años me dedico a esto. Un vecino me enseñó a boxear, y empecé como amateur» cuenta Carlos. «Ahora estoy con esto para hacer algo por los pibes del barrio. La idea es brindarles algo para que no estén tanto en la calle. Creo que acceder a una actividad cultural o deporte que los pueda entretener puede mostrarles una alternativa. Alguna, al menos» asegura. El gimnasio funciona en un viejo galpón semi abandonado, que alguna vez albergó a la sociedad de fomento del barrio. Tres veces por semana casi medio centenar de chicos, adolescentes, jóvenes y adultos –de ambos sexos– se dan cita en el galpón para «hacer guantes». Pero no toda la actividad es sobre el ring. De dos horas de entrenamiento, una hora y media está dedicada al entrenamiento físico. Sólo los últimos 30 minutos se hace boxeo.
Las clases de boxeo y la actividad física no sólo disciplinan el cuerpo y la mente de los chicos, sino que también, cuenta Carlos, «los pibes encuentran acá amistades y vínculos, y el entrenamiento les acomoda un poco los horarios en su vida. Les da un propósito, entrenar y dedicarse a esto viendo resultados, que cada vez aprenden más, que van creciendo. Se sienten cada vez más boxeadores». El entrenador asegura que «varios de los chicos dejaron de frecuentar la esquina, donde se juntaban entre otras cosas a fumar cualquier cosa y comenzaron a preocuparse más por su salud. Además, el club genera un espacio de vínculos, se sienten más protegidos, y se cuidan entre ellos. Por ejemplo, si alguno falta al entrenamiento, se preocupan y van a preguntar a la casa si está bien el pibe. El club funciona como una gran familia, dando contención y aliento».
El proyecto del Boxing Club nació para brindar un espacio de contención para aquellos chicos –y también adultos– que por diferentes motivos están inmersos en problemáticas sociales. Pero además, los pibes encontraron una alternativa: «Nos hace sentir más seguros ante los otros pibes del barrio o del colegio» dicen los chicos. Y los más jóvenes hasta se animan a soñar, viendo estos comienzos como «una salida para vivir mejor y ayudar a la familia». El desafío que se impuso Carlos hace poco más de un año puede verse en el día a día de los chicos y hasta en sus expectativas a futuro. El reto para el segundo año de vida del club, es prepararse para entrar en las competencias. «Siempre inspiro a los pibes para alcanzar lo máximo, un torneo panamericano, algún campeonato, yo quiero aconsejarlos para que crezcan y salgan de donde están», resume el entrenador.
—Texto y fotos: Cooperativa En la vuelta