26 de octubre de 2022
Los gigantes tecnológicos participan fuertemente en el conflicto entre Ucrania y Rusia, alineadas con los intereses estadounidenses. Contratos millonarios y poder.
Vínculos con el Estado. Poderosas empresas privadas se transforman en agentes del Departamento de Defensa de EE.UU.
Foto: Shutterstock
En febrero de este año, a poco de comenzada la guerra entre Rusia y Ucrania, el viceprimer ministro de este país, Mykhailo Fedorov, escribía a Elon Musk por Twitter: «¡Mientras tratas de colonizar Marte, Rusia intenta ocupar Ucrania! Te pedimos que proveas a Ucrania con estaciones de Starlink». Musk es el dueño de la empresa capaz de ofrecer internet en cualquier lugar del planeta por medio de una extensa nube de nanosatélites. El hombre más rico del mundo aceptó el pedido.
El caso es un ejemplo más acerca de cómo la misma guerra que produce una crisis global significativa es también una oportunidad para las grandes corporaciones tecnológicas de hacer negocios, mostrar su relevancia estratégica y fortalecer lazos con el aparato militar norteamericano.
Durante la pandemia, mientras la mayor parte de las empresas del mundo sufrían un golpe durísimo, las grandes corporaciones tecnológicas crecieron gracias a la digitalización forzada de prácticamente todas las actividades cotidianas. Mientras la economía global colapsaba, estas empresas presentaban balances envidiables.
La guerra actual produjo una crisis energética e inflacionaria que es, a la vez, una oportunidad para las corporaciones tecnológicas cuyos servicios son requeridos con urgencia. Fedorov no solo escribió a Musk: también pidió la colaboración de Apple, Google y Netflix para que protejan a su país de los ciberataques provenientes de Rusia. De esta manera, un puñado de poderosas empresas privadas se transforman en agentes ya no guiados por la mano (supuestamente) invisible del mercado, sino por posicionamientos geopolíticos y estratégicos vinculados con sus países de origen. La decisión privada de poner los recursos de un lado de la trinchera puede ser determinante a escala global.
Microsoft, por ejemplo, está trabajando junto al Cibercomando de Estados Unidos, del Departamento de Defensa de ese país. La empresa colabora en la detección y prevención de ciberataques que buscan infiltrar las redes ucranianas, al igual que lo hace Amazon. Algo similar hace Mandiant, una empresa adquirida recientemente por Google por 5.400 millones de dólares y cuya vicepresidenta es Sandra Joyce, coronel de la reserva de las Fuerzas Aéreas de los EE.UU. Se trata de otro ejemplo de lo que se suele llamar «la puerta giratoria», es decir, la constante circulación de profesionales hacia ambos lados del eje Estado-mercado, algo que permite influir en decisiones regulatorias, el acceso a contratos y sueldos siderales.
Todas estas empresas cuentan con experiencia en prevenir ataques en sus propias plataformas y necesitan, también, garantizar a sus clientes que no sufrirán ataques. Es allí donde se juega buena parte de la competencia entre estos tres gigantes en el área de servicios en la nube, una de las industrias que más creció en estos últimos años. Por el momento los ataques no han sido tan graves como se preveía, aunque no está claro si esto se debe a que la prevención ha funcionado muy bien o a que se exageró el peligro para garantizar los contratos.
Otro de los frentes que está siendo cuidadosamente monitoreado es el de las redes. Meta, la corporación que contiene a Facebook, por ejemplo, creó un centro de operaciones especial con hablantes nativos rusos y ucranianos para detectar campañas de desinformación. Paradójicamente, un informe reciente demostraba que la escasa inversión en moderadores en lenguas árabes había repercutido en el silenciamiento de las denuncias de los palestinos en la franja de Gaza durante un bombardeo en mayo de este año.
Más conocidas son las medidas que tomaron Twitter, YouTube y otras plataformas para bloquear o marcar a los medios rusos por considerarlos probable fuente de desinformación.
Tercerización
Todos estos servicios no solo muestran el peso de las grandes corporaciones en el juego global, sino que permiten estrechar los vínculos entre estas empresas y el aparato de Estado norteamericano, algo que ya denunció hace casi diez años Edward Snowden. Pero además, parte de este ida y vuelta tiene que ver con contratos millonarios.
Por ejemplo, en octubre se supo que el Pentágono estaba evaluando pagar a Starlink por sus servicios con fondos de la Iniciativa para la Asistencia en Seguridad Ucraniana, usada mayormente para la compra de armas. La posibilidad surgió luego de que la empresa advirtiera que no podría seguir cubriendo los costos por el servicio. Poco después Musk respondía con un tuit indicando que habían retirado ese pedido, para después agregar: «Al diablo… a pesar de que Starlink todavía pierde dinero y que otras compañías están ganando miles de millones de los impuestos de los ciudadanos, nosotros seguiremos financiando al Gobierno ucraniano gratis».
Según la empresa, ya llevan más de 80 millones de dólares en costos por entregar receptores y brindar el servicio en el país de Europa oriental, mientras otras empresas menos expuestas cobran millones por sus servicios.
La forma en que la guerra es tercerizada es cada vez más evidente. Las empresas que ofrecen estos servicios se encuentran firmemente relacionadas con el aparato militar estadounidense, sobre todo desde la Guerra del Golfo. Uno de los casos más conocidos es el de Halliburton, una empresa petrolera, que ofrece servicios militares. Dick Cheney, quien fue secretario de Defensa en 1991 durante la operación Tormenta del Desierto, terminó como CEO de la empresa en 1995, luego de darle numerosos contratos.
La novedad es que las empresas tecnológicas también se están sumando al complejo militar-industrial que funciona como un gran redistribuidor de recursos estatales con unos pocos elegidos. En mayo el Parlamento estadounidense aprobó 40.000 millones de dólares en ayuda a Ucrania que se sumaron a los 13.000 millones ya gastados y que se destinan sobre todo a empresas del mismo país.
Por otro lado, el vínculo con el aparato militar es problemático para la imagen de estas tecnocorporaciones cada vez más cuestionadas, por lo que intentan mantener un perfil bajo y presentarse como colaboradores en la defensa de la democracia global. Por ejemplo, en 2018 los empleados de Google protestaron públicamente por un contrato de la empresa con el Pentágono para desarrollar Inteligencia Artificial capaz de reconocer imágenes en tiempo real, la cual podía ser usada en mejorar la precisión de drones militares autónomos.
Desde entonces Google juega al filo para no perjudicar su imagen ni perder el dinero que está en juego y da poca publicidad a los contratos que recibe del aparato de Defensa o los presenta con eufemismos que no dan cuenta clara de qué hacen en concreto.
Mientras tanto estas empresas privadas acumulan poder, dinero e influencia que están más allá del escrutinio público y cuyas decisiones simplemente priorizan mostrar balances positivos a sus inversores en cada trimestre.
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