29 de octubre de 2022
De las 20.000 personas que recuperan la libertad cada año, casi la mitad vuelve a delinquir. Las causas del fracaso del sistema penitenciario.
Penal. Solo el 30% de los detenidos trabaja a cambio de un ingreso y el 80% no ha realizado ningún tipo de capacitación laboral.
Foto: NA
La presunción de que construir más cárceles es una solución a la problemática de la delincuencia está en los medios desde hace años. Sin embargo, un dato demuestra lo contrario: «El 40% de los condenados en la Argentina es reincidente», así lo estimó en un reciente informe el Centro de Estudios Latinoamericanos sobre Inseguridad y Violencia (CELIV) de la Universidad de Tres de Febrero.
«Se hace mucho por castigar y muy poco por resocializar», asegura Marcelo Bergman, doctor en sociología y director del CELIV. Otro dato proveniente de la Justicia lo respalda: desde 2002 la población carcelaria aumentó un 117%. Es más, en muchos casos la situación empeora: «Una persona que sale de la cárcel y se revincula con el delito, lo hará de una peor forma», analiza Bergman y recalca la gravedad de la situación: en nuestro país recuperan la libertad unas 20.000 personas al año, casi la mitad vuelve a delinquir y en general lo hacen antes de haber cumplido un año libres.
Otro dato es que también casi el 40% de los reincidentes estuvieron detenidos en institutos de menores. O sea, en vez de mejorar, cuanto más tiempo se pasa en instituciones carcelarias, la carrera delictiva aumenta.
Así el análisis se orienta hacia las políticas de resocialización. El mismo informe determinó que en 2019, solo tres de cada diez detenidos trabajaban a cambio de un ingreso y el 80% no había realizado ningún tipo de capacitación laboral.
Con respecto de la educación, los números mejoran: más del 50% de los presos tiene posibilidades de acceso a la escolarización. Sin embargo, tampoco esta es una solución mágica: «La idea de que si te educás no volvés a delinquir, o que vas a conseguir trabajo, en esta sociedad donde hay cada vez mayores niveles de desempleo, es un imperativo muy difícil de cumplir», analiza Pablo Alonso, actual coordinador nacional de Educación en Contextos de Encierro. Y pone un matiz en el enfoque: «No nos gusta la palabra reinserción. Muchas veces, la primera cara del Estado que ven las personas presas es la cárcel. Hay una expulsión de la sociedad que te lleva a la cárcel. Educarse en contextos de encierro es una restitución de un derecho al que no accediste en el momento indicado de tu vida».
Un mundo inhóspito
La otra pregunta, entonces, es qué sucede cuando una persona sale liberada y se encuentra con ese mundo tan inhóspito. «Lo cierto es que no hay un seguimiento. El Estado no se pregunta ¿qué resultado tuvieron en este sujeto los años que estuvo encarcelado?», explica Juan Ambroggi, sociólogo y master en Criminalidad y Seguridad Ciudadana y también miembro del CELIV.
El problema del acceso al trabajo también aparece, ya que por un lado todas las empresas privadas piden antecedentes y hasta el propio Estado tiene prohibido por ley emplear a exconvictos. Asimismo, los patronatos de liberados –único instrumento de política pospenitenciaria que se encarga de revincular con el mundo laboral a quienes tienen libertad condicional– se encuentran sobrepasados: del total de instituciones relevadas, el 75% tenían un promedio de un empleado cada 150 casos a cargo.
Si bien han existido proyectos de ley para que una parte de la planta permanente del Estado sea para emplear a liberados, estos nunca fueron aprobados debido al fuerte rechazo social.
Ambroggi expone lo contradictorio de esta situación: «Es una especie de círculo vicioso, la gente enojada pide más penas, pero está demostrado que mayor castigo no soluciona el problema del delito».
Los propios números de reincidencia tampoco son confiables, ya que el Registro Nacional de Reincidencia (RNR) y el Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena (SNEEP), solo cuentan a quienes se les ha aplicado la figura legal de «reincidente» en las condenas, cuando son muchos más quienes pasan por el sistema penitenciario, como por ejemplo el 46% de procesados que existen actualmente. De allí que el CELIV tuvo que confeccionar sus propias encuestas en cárceles federales y provinciales.
Otro tanto sucede con la falta de información sobre la totalidad de vacantes educativas necesarias. Alonso explica la situación: «Al haber desaparecido a nivel nacional la modalidad de educación en contexto de encierro durante el macrismo, y luego con la pandemia, se dejó de medir. Ahora depende de cada jurisdicción y hay provincias que no tienen ningún organismo que se encargue del tema. Los últimos datos son de 2016, recién hoy se está trabajando en eso».
La situación, preocupante de por sí desde lo humano, también se puede analizar con una mirada más fría a partir de la relación costo-beneficio: en Argentina se gastan anualmente unos 10.000 dólares al año por cada preso –incluidos gastos relacionados directamente con los reclusos y otros accesorios–, 1.100 millones de dólares en total. Demasiado para no saber de qué sirvió esa inversión. En esta línea Bergman es contundente: «Estamos preocupados por sancionar, cuando el daño ya está hecho. Pero no vemos que al final, tarde o temprano todos salen y muchos volverán a delinquir. No podemos desentendernos de un problema de esa magnitud».