11 de junio de 2014
Mientras transcurre el primer tramo de la máxima cita futbolística, esa que sucede cada cuatro años, concita fuertes adhesiones y moviliza cifras fabulosas de dinero, el país anfitrión enfrenta retos que exceden a su suerte deportiva.
El Mundial de Brasil –señalado como el más caro de la historia, dado que triplica la inversión de Alemania en 2006 y cuadriplica la de Sudáfrica en 2010– suscitó extendidas protestas de alto impacto político y social, desafiando al gobierno de Dilma Rousseff, como consecuencia del malestar de amplios sectores que han cuestionado los gastos excesivos para la realización del evento deportivo –casi 12.ooo millones de dólares– en perjuicio de áreas importantes como la salud, la educación, el transporte y la vivienda, entre otras.
Uno de los epicentros del reclamo ha sido el estado de San Pablo. Allí, el Movimiento de Trabajadores Sin Techo (MTST), puso en marcha bloqueos de rutas y movilizaciones que no han pasado desapercibidas para el gobierno brasileño. En el barrio Itaquera, cerca del estadio Arena Corinthians, un grupo numeroso de familias montó un campamento como parte de su campaña en reclamo de vivienda digna bajo la consigna «Mundial sin pueblo, estoy en la calle de nuevo». Otro foco de protesta es Río de Janeiro, ciudad que albergará la gran final el próximo 13 de julio en el mítico Estadio Maracaná. Además de una prolongada huelga de choferes de ómnibus y numerosas movilizaciones –una de ellas de docentes, reprimida por la policía–, días antes del inicio de la copa hubo una «guerra de carteles» alusivos a la competencia. Un mural de la estrella brasileña Neymar fue cambiado por inscripciones del grupo anarquista Black Blocs, que se opone a la realización del Mundial y pintó sobre la cabeza del astro un pasamontaña negro –así se identifica el citado grupo– y graffitis contra la FIFA y el gobierno.
Brasilia es otro estado cercado por protestas y cuestionamientos. La construcción del estadio Mané Garrincha le implicó al Estado desembolsar una cifra cercana a los 900 millones de dólares –es el segundo más caro de la historia–, lo que desató fuertes protestas teniendo en cuenta que el presupuesto inicial era de 300 millones de dólares y que esa ciudad no cuenta con un club de fútbol profesional relevante que justifique esa inversión. La capital del país organizador fue escenario de una feroz represión por parte de la policía a grupos indígenas que, en una de las tantas acciones contra la realización del Mundial, se sumaron a la manifestación para protestar contra una serie de proyectos de ley que limitan el control de sus tierras ancestrales.
En medio de un clima tenso, la presidenta Rousseff dispuso un megaoperativo de seguridad para custodiar, en sus traslados y centros de entrenamiento, a los 32 planteles deportivos participantes, así como a dirigentes de la FIFA; medidas, al cabo, que buscan garantizar el desarrollo normal de una competencia que habitualmente trasciende el plano deportivo. Un mundial donde conviven el interés por disfrutar a las grandes figuras de la época y el entusiasmo de un pueblo futbolero por excelencia con el profundo descontento de vastos sectores sociales, inmersos en una festividad que no los incluye y protagonistas de un evento que también se juega en la calle.
—Texto: Pablo Provitilo
Fotos: AFP/Dachary