19 de noviembre de 2022
Recientemente la directora del FMI, Kristalina Georgieva, se mostró preocupada porque «más del 60% de los países de ingreso bajo y del 25% de los denominados emergentes están en riesgo de tener una situación de endeudamiento insostenible». Dijo que esto empeorará si las tasas de interés aumentan más, si el dólar se fortalece y si se incrementan las salidas de capitales. En rigor, es algo que ya está ocurriendo, en gran parte un subproducto de las decisiones de los principales bancos centrales, que el FMI apoya. En paralelo, continúa sin tratarse en el Directorio del Fondo la cuestión de los sobrecargos, que castigan a aquellos países que tienen problemas de balanza de pagos. Injusto, pero no causa sorpresa.
La deuda externa es uno de los mecanismos que perpetúan la dependencia de la periferia, por la vía de las condicionalidades y de la extracción de recursos para hacer frente a las obligaciones. A sabiendas de esto Néstor Kirchner renegoció y luego pagó la deuda al FMI en 2006, con la idea de avanzar hacia un proyecto de país autónomo. En contraposición, en 2018 el Gobierno de Mauricio Macri tomó la decisión –nada inocente– de volver al FMI, que condicionará al país por un largo tiempo. Lo hizo sin siquiera pasar por el Parlamento y por un monto récord. Es imposible que el país cuente con los dólares para cancelar de un plumazo la deuda.
A principios de año se logró arribar a una reestructuración que posterga el comienzo de los pagos para 2026, en un cronograma de diez años, un aire necesario. Para seguir recuperando autonomía es preciso ampliar los márgenes de acción, apuntando al crecimiento con inclusión y al fortalecimiento de lazos de integración virtuosos. Es lo contrario a las políticas que defienden los partidarios del neoliberalismo «recargado».