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Viaje a los confines del mundo

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Desde la ciudad de Ushuaia, en Tierra del Fuego, son cinco días de navegación hasta la base ucraniana Akademik Vernadsky, en la isla Galíndez, en los confines de la Península Antártica, a escasos 137 kilómetros del círculo polar antártico.
La travesía por estas periferias heladas requiere de una mano experimentada al timón. Al avanzar por los canales antárticos emergen enormes glaciares con paredes verticales hundiéndose en las aguas e infinidad de témpanos de distintas formas y tonos flotan a la deriva.
Al llegar a la base, los ucranianos reciben contentos a los visitantes, científicos y técnicos de recambio que vivirán en el más completo aislamiento durante un año. Lo primero que llama la atención al llegar a las instalaciones es un enorme tanque negro de gasoil con el nombre de la base pintado. Una plataforma de madera sobre la nieve une las edificaciones que están rodeadas de pingüinos Gentoo de pico rojo.
El edificio principal de la base es cálido, limpio y confortable; aunque un recorrido por las instalaciones da cuenta de la austeridad con que trabajan y viven los científicos en estos confines del mundo.
Durante la época invernal estos expertos en la ciencia antártica pasan ocho meses sin ver a nadie más que a sus compañeros. Sasha, un meteorólogo de 40 años, acaba de llegar a su tercera campaña antártica y muestra el espectrofotómetro con el que controla el agujero de ozono de la Antártida, descubierto en 1985 cuando esta base era aún inglesa. El cambio de manos tuvo lugar en 1996, cuando los británicos decidieron cerrar la base –emplazada en 1943– para concentrar sus trabajos en otra. Entonces Inglaterra vendió la base a Ucrania por una libra. También de los ingleses heredaron el pintoresco Faraday pub, el bar más austral del mundo, en el cual los propios científicos ofician de barmans y venden un vodka destilado en la base a los turistas que recorren la Antártida. Jugando al pool está Andrei Utesvsky, biólogo marino y buzo con 165 inmersiones en las frías aguas antárticas: «Es bajo las aguas que la región reboza de vida», dice. Entre las rarezas que descubrió en sus inmersiones –60 metros debajo del hielo– señala el que quizás sea el ser vivo más antiguo hallado: una esponja de 10.000 años que crece anualmente 4 milímetros, y que hoy mide un metro de diámetro. También halló una estrella tentacular que brota de un centro luminoso blanco fosforescente con una esferita luminosa en cada punta que –supone Andrei– nunca había sido vista antes por hombre alguno.
Otro integrante es Antón Omelchenko, mecánico de la base, quien reflexiona sobre su confinamiento voluntario: «Para mí esto es como viajar a la luna, un lugar increíblemente hermoso por sus puestas de sol, sus ballenas –que puedo tocar desde un bote– y los baños de agua helada que me doy: son placenteros y sufridos a la vez, una metáfora de lo que es vivir aquí. Con los primeros fríos todo se hace duro pero después entrás en la rutina como los monjes. Cuando llego comienza la cuenta regresiva de los días para volver a Ucrania. Pero una vez allá hago el conteo inverso para regresar a la Antártida».

—Texto y fotos: Julián Varsavsky

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