20 de enero de 2023
Con su estilo clásico y moderno, el conductor le da brillo a las intrigas, los debates y las nimiedades que giran en torno al reality más visto de la tele.
«¡Hola, país». Experimentado narrador audiovisual, maneja con habilidad los tiempos antes de comunicar las decisiones del «Supremo».
Foto: RS Fotos
A horas del «Argentina campeón del mundo», Gran Hermano se impregnó de la lógica de una pasión desbordada. Entre todas las galas, la del 26 del 12 fue antológica, y hasta el 1º de enero Santiago del Moro estuvo ahí en la pantalla, cuando no quedaba nadie vivo en la tevé abierta, haciéndose cargo él solito, marcando una presencia en la grilla desabrida del final del año. Entre los modelos de conductores y moderadores de paneles, Del Moro es «el intérprete»: comunica y advierte, pero no es quien ejecuta una ley que está por encima de él en esa cadena ficcional de mando que le da estructura al reality show.
Hizo suyo y logra transmitir un estado de tensión escénica que es la clave para volver atractiva a la serie inacabada y homogénea de nominaciones y expulsiones. «Hola país», dice cada noche de gala. «Voten ustedes, el Supremo», con una condescendencia que únicamente se destina a la masa (no a los participantes, no a los analistas, quizás un poquito a los familiares que son parte del Supremo) que manda su voto al #9009 y le pone fe e intención a un programa que, en sí mismo, se sostiene en el candor y el ímpetu de los fanáticos.
Siempre, el runrún gira en torno a una cuestión moral: ¿es una traidora?; ¿lo está usando?; ¿es él/ella o está jugando? Con tan poco o con tanto (para quien lo considera «la vida misma») Santiago y el reality hacen milagros. Hay quien dice que no es el reality sino el conductor el que los hace, y que son milagros discursivos, estratégicas maniobras de lenguaje que hacen que la Casa más famosa del mundo no se vea repetida de ediciones anteriores sino que cobra tremendo impacto visual. Es él el que lo logra –como antes lo hizo en Master Chef–, su narrador omnisciente comentador, opinador, contenedor que sabe a su vez desligarse de todo eso, del modelo emocional-carismático, para devenir por momentos en un muy prolijo y técnicamente discreto locutor de avisos comerciales que –insiste– son los que pagan la fiesta, la casa, el premio. Es un maestro de ceremonias hábil en el manejo de las intrigas y las demoras antes de comunicar decisiones de Gran Hermano. Nunca es estereotipado cuando anuncia la nominación o la expulsión de alguno. A veces estira a más no poder; otras, comunica de una vez y en tono conversado, de uno a uno. Con el paso de los años, desde el viejo Countdown de Much Music, hasta llegar a Master Chef, afinó un estilo de narrador audiovisual algo vintage, inalcanzable, intocable. Siempre blanco puro, cutis terso, jopo, saco y remera, y la palabra justa guionada. Tiene la capacidad de ir virando de interlocutor (los participantes, la tribuna, los exparticipantes, sus familiares) con grados equiparables de empatía.
Versatilidad y carisma
En la medida en que el ciclo se fue afianzando en los 20 puntos, llegando a monopolizar contenido en los canales rivales (en un fenómeno tan novedoso como testimonial de la pobreza y la meseta televisivo-creativa), Santiago se fue autopercibiendo como un pastor evangélico: cuando «escupe» un nombre o dice la palabra «expulsión» –en aquella gala antológica– parece que realizara un exorcismo; dice cada «revelación» rápido, fuerte, conciso y ostentoso. El cuerpo le produce un estertor, que a él mismo sorprende. Por un rato, hace sentir que no hay nada más que la gala de Gran Hermano, en diferente escala pero con un parentesco atribulado con la final del mundial de fútbol. Santiago, tan permeable y versátil, como un alquimista de tonos, ha devenido en un sutil y delicado sensacionalista.
Da placer escucharlo anunciar cualquier cosa que en su boca se vuelve «grande». La lectura de sus comunicados rojos y negros es paródica y a la vez no lo es. Hace un tiempo no muy lejano, decidió marcar su postura pública sobre «temas»: se pronunció a favor del uso de preservativos y en contra del cigarrillo, con trasfondo pedagógico. «Qué domingo, país», dice Santiago, con su semblante asertivo, su impecable look, su decir preciso, locutando como un clásico-moderno más allá de las épocas y las edades. Hoy en día, es la principal garantía de que la vibración se mantenga, de que las redes y los votos se crispen; que la audiencia hinche a favor o en contra de personalidades repentinas tan efervescentes como olvidables.
Desde Much Music (1999-2003) a esta parte, pasando por Intratables (2013-2018) mucho cambió: se sofisticó; estilizó la estampa y la locución. Hoy su «¡Mirá!» que antecede a cada chivo es copiado hasta por el más insignificante conductor de un programa de la madrugada del cable. Pero no cambió la destreza para entrar en un alma triste, o la capacidad de inscribir al sujeto televisivo en una galería de freaks que no se configura bajo la modalidad del morbo sino como persistente y constante vía de acceso a la fama que él mismo facilita a los «seres comunes», a los «civiles», de los 90 a esta parte.
En cierta forma, es el guardián benévolo de un sistema de estrellas que él habilita aunque sea por un ratito. Lo hizo en Much Music, con infinitud de adolescentes inadecuados, y ahí el humor era en sordina, más irónico. Hoy es el comunicador más idóneo que haya tenido la principal plataforma de consagración de ídolos instantáneos en la Argentina. Está más lustrado y más pulcro que en los tiempos de Much, pero el círculo se cierra virtuoso.
Santiago es el triunfo de la coherencia de un estilo; su recorrido se afianzó en la reacción a un sistema de entretenimiento hegemónico y llegó al centro mismo de ese sistema, para cambiarlo desde adentro. Su gran carisma personal y su modelo de belleza hegemónico no son secundarios para el apogeo. En las galas, vibra en el momento y dota de drama a la nimiedad. Hace de cada ser anónimo un tótem. Interpreta y se dirige a una representación colectiva de la población en su conjunto. Su cualidad esencial es ese «ser en la multitud» que Baudelaire le atribuyó al buen dandy, y que él encarna como un ejemplo cabal.