12 de febrero de 2016
Cíclicamente, como una herida que supura de tanto en tanto, vuelve la polémica sobre el número de desaparecidos durante el terrorismo de Estado, como acaba de ocurrir a raíz de las declaraciones del Ministro de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, Darío Lopérfido.
Históricamente, la cuenta partió de cero. Incluso menos. En la medida en que, al principio, la dictadura cívico-militar instaurada en 1976 no reconocía ni siquiera la categoría de desaparecidos, no había nada que cuantificar. «Mientras sea desaparecido es una incógnita, no tiene entidad, no está», decía Jorge Rafael Videla.
Esa era precisamente la cualidad del arma elegida para acabar con la oposición política: secuestrar, robar, mantener en cautiverio, vejar, torturar, violar, matar y ocultar o deshacerse del cadáver sin que ninguno de esos hechos se reconociera públicamente y tampoco pudiera ser atribuido a ejecutor alguno, en particular a los gobernantes o el Estado en general.
«Era como un huracán, que se lleva todo, que arrasa con todo y que deja solo el vacío», decía Hebe de Bonafini. Ni siquiera tenía nombre. En Europa se comenzó a hablar de «la muerte argentina». Aquí empezó a acuñarse la palabra «desaparecido».
Entonces, el movimiento de denuncia del terrorismo de Estado inició la cuenta. Eran registros que tenían que horadar el manto del silenciamiento entretejido por el secreto oficial, las complicidades políticas, sociales, religiosas y mediáticas; tenían que sobreponerse al terror imperante y las limitaciones de una resistencia todavía precaria frente al poder omnímodo. Las primeras cifras difundidas hacia fines de 1976 oscilaban entre 1.100 y 2.600. Era la contabilidad del horror que sumaba denuncias precisas unas, inciertas otras, apenas las que llegaban hasta oídos de Madres y Abuelas con las limitaciones propias de la resistencia. Una larga historia de lucha contra la impunidad llegó a establecer a fines de la dictadura una cuantificación aproximada de 30.000 víctimas de la desaparición forzada, sobre la base, entre otras circunstancias, de los hábeas corpus presentados por familiares.
En medio del reclamo permanente para que la dictadura rindiera cuentas de lo ocurrido y de la simultánea advertencia a los partidos y organizaciones sociales para que no recibieran en herencia «el problema de los desaparecidos», se llegó a la llamada «transición a la democracia». En esa coyuntura, unánimemente, el movimiento de denuncia al terrorismo de Estado exigió que, ni bien se instalara el gobierno constitucional que sucediera a los dictadores, se creara una comisión investigadora parlamentaria bicameral y se enjuiciara a los criminales.
Raúl Alfonsín, primer presidente postdictatorial, rechazó la petición de la bicameral y constituyó una comisión extrajudicial y extraparlamentaria, integrada, según definición de la época, por «notables». Esa comisión tenía el objetivo de recibir las denuncias y elaborar un informe sobre la suerte corrida por los desaparecidos. Pero, aunque excedió en parte la condición de oficina receptora concebida por el gobierno, jamás alcanzó las atribuciones indagatorias que le permitieran agotar la investigación, como sin embargo es obligación del Estado ante delitos de esta naturaleza. Así, la Conadep llegó a una cifra de 8.961 desaparecidos.
El Juicio a las Juntas, que Alfonsín impulsó después de haber esperado casi un año a que el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas sentara en el banquillo de los acusados a los integrantes de las tres primeras juntas, solo juzgaría a los cabecillas militares en relación con 711 casos, llamados «paradigmáticos» por el fiscal Julio César Strassera.
Con independencia del valor que se reconoce la labor de la Conadep y del propio Juicio a las Juntas, por diversas circunstancias, aceptables o no, el Estado eludió su obligación investigadora de lo que, sin embargo, ya se denominaba como genocidio.
La historia que sigue es conocida: Punto Final y Obediencia Debida, dos formas de amnistía encubiertas de Alfonsín; indultos al por mayor y reconciliación nacional de Menem; pase al olvido de De la Rúa mantuvieron la política de renuncia de una investigación exhaustiva de lo ocurrido, mas allá de que la Secretaría o Subsecretaria de Derechos Humanos de la Nación siguió formalmente recibiendo denuncias, que elevaron la cifra de desaparecidos a más de 12.000.
Tampoco durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, a quienes debe reconocerse la reapertura de los procesos judiciales y el asumir como política de Estado el enjuiciamiento a los genocidas, se encaró una investigación exhaustiva de los crímenes cometidos por el Estado terrorista, cuyas víctimas se cuentan no solo en términos de desaparecidos, sino también de asesinados, secuestrados, presos, heridos, exiliados forzosos, entre otros.
Entonces, ¿quién, desde el Estado, tiene el derecho a cuestionar cifra alguna sobre las víctimas sin simultáneamente asumir la obligación de investigar, a la que se viene renunciando desde 1983? ¿Quién tiene el cinismo, la ignorancia o la hipocresía ante semejante drama de incurrir en afirmaciones que en Alemania o Francia y hasta Israel serían tipificadas como delito de negacionismo? Funcionarios así no solo deberían renunciar sino que en otros países serían enjuiciados.
¿Quién desde los medios de comunicación que fueron parte de la trama de silenciamiento e impunidad, tiene el derecho de dar cátedra sobre moral a Estela de Carlotto? «Comunicadores» así deberían, cuanto menos, saber de lo que hablan, para no convertirse en cómplices de la impunidad frente a uno de los mayores crímenes de nuestra historia.
Que todavía tengamos esta clase de funcionarios y periodistas es parte de la impunidad. Como es parte de la impunidad que todavía el Estado no haya encarado una investigación totalizadora y a la altura de la gravedad de los crímenes cometidos.
A esos funcionarios y periodistas que cuestionan de ese modo la cifra de los desaparecidos no les interesa la verdad. Aparecen en cambio en coordenadas políticas precisas para deslegitimar a los que realmente lucharon por saber y hacer justicia. Son las mismas coordenadas de aquel editorial de La Nación que al día siguiente del triunfo de Macri exigió terminar con los juicios por violaciones a los derechos humanos.