4 de abril de 2023
Las denuncias contra figuras mediáticas pusieron en el centro del interés público un problema que «merece mucho más respeto y tratamiento idóneo». La mirada de un especialista.
El abuso sexual contra niños, niñas y adolescentes aparece en el centro del interés mediático a partir de la detención del productor televisivo Marcelo Corazza en una causa por trata de personas y su derivación a una denuncia contra el conductor Jey Mammon. La visibilidad repentina del problema aparece subordinada sin embargo a las lógicas del espectáculo y restringe el debate a la edad de las víctimas. «El abuso y el maltrato infanto juvenil es en realidad lo más postergado de la agenda pública», señala al respecto el psicólogo y psicoanalista Mauro Pinelli.
La Asociación Argentina de Prevención del Maltrato Infanto-Juvenil cuestionó en un comunicado «la farandulización y banalización del tratamiento mediático que se le está brindado a una problemática que merece mucho respeto y tratamiento serio e idóneo». Integrante de la entidad y del Cuerpo Interdisciplinario Forense de la Cámara Nacional Civil, Mauro Pinelli advierte en esa línea lo que los medios pierden de vista: una cuestión que involucra al conjunto de la sociedad y que no está adecuadamente contemplada por la legislación ni tiene un lugar prioritario en las políticas públicas.
«La legislación vigente busca ciertos parámetros precisos y rangos de edad. Hay que ver, más allá del carácter objetivo de la edad, las condiciones en que esa asimetría de poder y ese abuso se realizan.»
–La defensa de Jey Mammon afirma que Lucas Benvenuto, el denunciante, tenía 16 años cuando ocurrieron los hechos. ¿La edad de la víctima basta para definir un abuso sexual?
–Esa estrategia responde al intento de culpabilizar a la víctima y desreponsabilizar al adulto. En estos casos hay una asimetría de poder, y sobre esa diferencia se establecen el abuso y los maltratos. La legislación vigente busca ciertos parámetros precisos y rangos de edad. Hay que ver, más allá del carácter objetivo de la edad, las condiciones en que esa asimetría de poder y ese abuso se realizan. En el caso que mencionás las situaciones previas de victimización por abusos anteriores hacen que esa asimetría sea mucho más marcada y que la víctima tenga menores posibilidades de defenderse. Ese es un punto muy importante para que la discusión no quede en la cuestión meramente objetiva que puede dirimirse en cuanto a una fecha u otra: no solo lo que para la víctima representaba la desprotección sino para quien cometía los abusos y aprovechaba la situación.
–Hubo un juicio que prescribió por el paso del tiempo y esa circunstancia parece a favor del acusado, aunque en el momento no respondió a los cargos. La cuestión de quién dice la verdad está también en el centro de la discusión mediática.
–Estamos en un tiempo de mayor visibilización de los abusos sexuales en la infancia, que históricamente han estado muy ocultos, bajo el secreto y el desconocimiento. Hay algún grado de conciencia social que los condena y es muy importante porque quita los permisos. Eso hace también posible revisar la legislación vigente, que en los últimos años ha sufrido modificaciones pero que requiere ser modificada respecto a las penas y a la imprescriptibilidad. La ley considera la posibilidad de que alguien denuncie a partir del recuerdo de la situación o en el marco de un tratamiento psicoterapéutico, hasta doce años después de ese momento. En juicios por la verdad, más allá de la prescripción, se trata de determinar si un hecho ocurrió o no y entonces la palabra de la víctima puede tener un estatuto de verdad desde el punto de vista de la Justicia. Es una reparación más simbólica. Muchas veces las víctimas callan porque tienen la convicción, que proviene del contexto, de que no se les va a creer. A las consecuencias psíquicas y el daño que produce el abuso se suman los efectos de que la víctima no tenga credibilidad y su palabra sea desmentida.
–¿Hay un giro punitivista frente a este problema? Parece que la única respuesta que se concibe es la cárcel.
–Con un grupo interdisciplinario de profesionales, dedicados a la prevención de la vulneración de derechos de niños y adolescentes trabajamos en un anteproyecto de modificación del Código Penal. El Código Penal también tiene que ser alcanzado por el interés superior del niño y ser una herramienta de prevención. Trabajamos en una perspectiva no punitivista y desde el punto de vista de las víctimas. Ahora, cuando salen a la luz, estas situaciones producen angustia porque tocan tanto la desprotección de los niños como la barrera del incesto. La mayoría de los abusos sexuales ocurre en el marco intrafamiliar y yendo más allá de la prohibición del incesto. Aun en los casos extrafamiliares hay algo de lo incestuoso en juego porque se rompe la barrera intergeneracional. Todos como adultos y adultas tenemos la obligación social del cuidado hacia niños, niñas y adolescentes. En los casos en que se los toma como objetos para la satisfacción del adulto, la explotación, el maltrato, el abuso, esa línea intergeneracional se borra. Uno de los modos de confrontar la angustia es el enojo y el reclamo de que se haga algo rápidamente para borrar la situación. La demanda de la cárcel proviene desde ahí y por otro lado de deseos de venganza y otros afectos más agresivos que aprovechan la situación para reclamar como única respuesta la punición. La justicia penal tiene que ser reflexiva y contemplar la reparación del daño a las víctimas, la sanción penal clara del tipo de práctica que se realiza y del nivel de protección que debe existir. Con reclamar cárcel no vamos a tener la solución del problema.
«A las consecuencias psíquicas y el daño que produce el abuso se suman los efectos de que la víctima no tenga credibilidad y su palabra sea desmentida».
–El filicidio de Lucio Dupuy movilizó discursos de odio hacia la diversidad sexual. ¿También hay una mirada en ese sentido a partir de la denuncia de Lucas Benvenuto?
–Siempre que hablamos de cuestiones relacionadas a la protección de la infancia aparecen prejuicios, mitos y posiciones ideológicas que intentan dirimirse en ese marco. Un punto importante, que aparece confuso, es diferenciar la pedofilia del abuso sexual. El abuso sexual en la infancia ocurre de forma mucho más frecuente de lo que pensamos e incluso de lo que se detecta. Lo que sale a la luz y se denuncia es la punta del iceberg. Cuando pueden contar sus experiencias, sin temor a la sanción social o a ser revictimizados, se observa que las situaciones de abuso y el trauma por abuso alcanzan a un sector muy importante de la población. Y los abusos se producen en todas las clases sociales, también por parte de personas con alto nivel de instrucción y nivel académico y de todas las orientaciones sexuales. Con lo cual no hay un perfil único de quien comete los abusos y tampoco de las víctimas. El tema de la homosexualidad aparece claramente como un prejuicio, un modo de culpabilizar y de sectorizar, y entonces de exceptuar a quienes no se ubiquen dentro de ese rango. En cuanto a la pedofilia, es una perversión y su práctica es una aberración sobre todo porque el niño, niña o adolescente queda borrado en su condición para ser tratado como objeto de comercio sexual con un adulto. El pedófilo se caracteriza porque su modo de satisfacción sexual se rige fundamentalmente por esa práctica. Pero la mayoría de los abusos se produce por parte de personas que no son estrictamente pedófilas y sin embargo pueden mantener conductas abusivas con niños, niñas y adolescentes. No nos podemos centrar únicamente en un grupo social.
–El 22 de marzo concluyó el segundo juicio por el femicidio de Lucía Pérez, víctima de abuso sexual y asesinada cuando tenía 16 años, un caso que recibió mucha menos atención de los medios y de la sociedad. ¿Hay una mirada distinta cuando la víctima es un varón que cuando es una mujer?
–El tratamiento mediático privilegia unos casos e invisibiliza otros. Es importante pensar cómo podemos incluir el maltrato infanto-juvenil en la agenda pública. Lamentablemente tenemos que esperar a que se produzcan casos que conmocionan. Como pasó con Micaela García, hubo que tener un Lucio Dupuy para que ante el horror haya una respuesta, algún nivel de elaboración, y ahora se trabaja en un proyecto de ley equivalente a la ley Micaela para obligar a las instancias de todos los poderes a tener una capacitación efectiva en la prevención del maltrato infanto-juvenil. Una estadística publicada por Unicef indica que una de cada cinco niñas y uno de cada trece varones son víctimas de abusos. Son estadísticas aproximadas, otros estudios aumentan ese nivel de incidencia. Pero se suele registrar más en niñas y quizá en niñas prepúberes. Ahora, los estereotipos de género nos afectan a todos, la violencia de género recae fundamentalmente sobre las mujeres, pero también asigna roles a los varones. Que un varón pueda hablar de la victimización padecida por otro varón toca ciertos tabúes sobre la masculinidad, ligados al prejuicio de pensar que se va a establecer una condición sexual. Eso lleva al silencio, porque el que habla tiene que enfrentar también prejuicios sociales.
«Es importante pensar cómo podemos incluir el maltrato infanto-juvenil en la agenda pública. Lamentablemente tenemos que esperar a que se produzcan casos que conmocionan.»
–Los abusos suelen denunciarse tiempo después de los hechos, como se observa en la denuncia presentada por exalumnos del Colegio Del Salvador contra un sacerdote. ¿Tiene que ver con la mayor atención al problema o con la elaboración del trauma?
–La posibilidad de hablar requiere de una elaboración. El trauma tiene carácter de actual: cuando una situación se constituye en trauma para el psiquismo pasa todo el tiempo. Pero la posibilidad de decir, de recordar y de que haya un contexto y un medio que ya no sean de riesgo y que aseguren un nivel de confianza, puede llevar mucho tiempo. Ronald Summit, un autor de referencia, habla del síndrome de acomodación al maltrato infantil como respuesta defensiva y dice que el relato de las víctimas es considerado tardío, conflictivo y poco convincente. Lucas Benvenuto está hablando tiempo después de que ocurrieran los abusos y eso se lee como tardío. También pasó con Thelma Fardin. En realidad son los tiempos posibles de la víctima de decir algo de eso terrible que le ocurrió y que le sigue pasando. A veces, por ejemplo cuando un adolescente cuenta con enojo o con rabia algo que le pasa, se pone la mirada en el modo de la manifestación y la sospecha y la duda recaen sobre lo que parece un comportamiento conflictivo. Hay muchas barreras que dificultan que alguien pueda hablar de un abuso y sobre todo de un trauma sexual, muchos motivos que llevan a callar y a que permanezca oculto.
–¿Qué reparación se puede pensar para el abuso?
–La posibilidad de reparar el daño tiene que ser la mayor posible. Primero, que haya herramientas para la detección y que los profesionales de distintos ámbitos y disciplinas puedan advertir las posibles manifestaciones de un abuso o un maltrato, ayuda a que se tomen medidas de protección y a mostrar un mundo de adultos con capacidad de respuesta frente a niños expuestos a la ausencia de referentes. La investigación debe sacar a los niños, niñas y adolescentes de la propia incredulidad en que caen a veces cuando los desmienten. Ponerlo en agenda implicaría destinar recursos para crear espacios de tratamiento específicos. La deuda con los niños es muy fuerte.