13 de mayo de 2023
La conductora de Masterchef representa dos mitos en forma simultánea alrededor de la maternidad y la sexualidad. Recorrido sinuoso y ostentación en redes.
Nuevo rol. Betular y Wanda, la habitual abonada a los escándalos que ahora también reporta como figura decorativa del reality gastronómico.
Foto: Captura
Wanda Nara resuena en ausencia, como el regusto del vino: es lo que fue y lo que será, no lo que se ve. Su imponencia y su permanencia no están dadas por su dificultad para locutar, ni por representar a la aprendiz, en un ciclo –lo cual es pura paradoja– que le atribuyó la responsabilidad de conducir. Sus latiguillos y preguntas han sido banalizados por el propio jurado de Masterchef (Germán Martitegui, Donato de Santis, Damián Betular) y uno de ellos (Martitegui) anunció su salida del ciclo (lo reemplaza Dolli Irigoyen) con alguna excusa creíble que alimenta las versiones de cansancio y hastío ante el cambio de tono que Wanda introduce en el programa. Un día la tensión se vio en pantalla: «Con violencia no se llega a nada, Wanda», la retó, tras el intento de ella de clavarle un cuchillo a una caja para «ayudar» a una participante a abrirla.
Wanda no es como el anterior conductor, Santiago del Moro, que le puso punch, ritmo y semblante a un calificado tour de force entre uno y otro registro. Ahora sí, después de Wanda, la conducción es una figura decorativa que no marca un énfasis, que no contiene ni intensifica. «Mi casa», «mi marido»: con Wanda llega la posibilidad de entrar a una vida íntima, aquí devenida en «éxtima», según la categorización de Paula Sibilia en La intimidad como espectáculo. Wanda es en función de su capacidad de devenir sujeto público, en un tono alto, en plena crispación de información y exclamación. «¿Por qué se pone tan nerviosa Wanda?» o «¿Qué le pasa a Wanda?»: en Mastechef es común escuchar a los participantes nombrarla menos como líder carismática que como carisma desbordado cuyo aporte es estar siempre «en carne viva de discurso».
Víctima y objeto
Su signo es el «No»: el modo de decir es desarticulado; fragmentaria, interviene según le dicta el corazón; es incorrecta, y usualmente censurada. Cuando se pone emotiva o hace entrevistas, la guionan de manera explícita a favor de la mamá, la familia, el papá; una y otra vez, se empecina en repetir la palabra «familia». Como Susana, como Mariana, como Florencia o como Lizy, accedió al umbral del nombre de pila identificatorio.
En el fondo el mensaje es tan conservador y sexista que consolida como modelo de virtud homogéneo e indiscutido, incluso redentor, a la esposa y la madre abnegada. Todo, en esta zona de la fama, es tan machista como quedó explicitado en el primero de aquellos tweets que dio forma al triángulo que marcó al 2021 chimenteril: «Otra familia que te cargaste por zorra», dirigido a la China, rumoreada como amante de su marido, Mauro Icardi. Así de impune con el lenguaje opera en el terreno de las emociones, donde los permisos y las amnistías se conceden merced al don de veracidad logrado, gracias a la conducta impulsiva.
Wanda no representa; ella «es». A todo nombre de pila se le exige la boutade como prueba de que mantiene viva la llama del hombre o la mujer comunes. Hoy ya no explota la faceta de estratégica botinera sino la de madre de familia numerosa alla italiana. Está en las antípodas de su verborrea desacatada que habilitó su irrupción en los medios en 2006, de la mano de la portación del calzoncillo de Maradona, en Mar del Plata.
La mamá y la puta (1973, de Jean Eustache) imagina un menage à trois que simboliza una tensión, para el personaje gigoló y wannabe, entre lo sexual y lo maternal: Wanda es la encargada de poner en escena ese mismo antagonismo, que abarca categorías mediáticas como la «vedetonga» y la «madraza», en alternancia que es garantía de popularidad. Ahí está Wanda, nueva ídola de masas que traduce al argentino a través de sus proyecciones: cada tanto, Mariana Nannis, Ricky Fort y Wanda, aretes de oro y cartera Louis Vuitton; intervenida en cuerpo y filtro de Instagram con la disponibilidad de recursos de una celebrity global; hasta que habla y aparece el tono de graznido característico, y pasa a ser tan de otro mundo como del más próximo de nuestros entornos.«De pequeña quiso sobresalir sin importar el precio, rasgo que le trajo más de un dolor de cabeza a sus padres». Ese origen «oscuro» (La Nación, noviembre de 2021) remite a una sola imagen: así funcionan los mitos, condensando un desarrollo múltiple y metastásico donde antes solo existió una foto (Wanda con el slip de Diego), y mil mohínes que desmentían y certificaban al mismo tiempo. Ella, en el comienzo, también fue víctima del manoseo mediático.
«Te rascaste el culo con el calzoncillo puesto del tipo», le espetó Polino en Intrusos. Era el 2006 y nacía un objeto para el verdugueo, y ella misma se acoplaba: «Las chicas de 18 no tenemos sexo, me parece», haciendo pucherito; y Paparazzi la llevaba por primera vez a su portada al otro día. «Virgencita mía»: era ella, Wanda; «todavía soy virgen; él no me tocó», dijo aquel verano en el que Mirtha Legrand la invitaría a almorzar, y ella entraría oficialmente a las vidrieras de vanidades.
«No se le conoce un éxito», la descalifica hoy la panelista en algún programa. Con Wanda, la TV dice basta y se desarma. Desprofesionalizar es, también, asumir una decadencia del campo: es abrirle la puerta a Wanda, una suma de risas tentadas y equívocos, de incorrecciones y fallidos, y ahora también de lágrimas que solo dan prueba de su genuina humanidad más allá del origen advenedizo. Preguntas obvias e indicaciones básicas, porque ella rinde por otro lado.
Su punto de pasaje se dio aquel día de la gala inaugural de Gran Hermano, en el que acompañó a los jugadores hasta la casa: les dio la mano e hizo algunas preguntas con una mirada vidriosa y fija a los ojos del otro. Sabe hablar de uno a uno; se mueve más cómoda en ese histriónico humanismo que en la conducción clásica a público amplio. Su reino es el de las emociones, donde cotiza mejor el contacto físico o la verosimilitud de un gesto que lo que se pueda llegar a esgrimir verbalmente, esa potestad de la razón que regula a tantísimos espacios y personajes, pero no a Wanda.
Qué lejos nos quedaron esos paraísos naturales que ella frecuenta con Mauro, futbolista, un ascendido social: ellos dos y sus cinco hijos, nuestros testigos, los que nos dicen en qué anda el mundo por encima de las cinco cifras en dólares. Ahí están ellos en sus redes con su melodrama vodevilesco, para contarnos lo fácil que es armar y desarmar parejas, y repartirse los bienes y los niños; y viajar, volver, e irse de nuevo; porque tienen mucho dinero para ostentar y, en tierra de miseria, eso es un escapismo fantástico. Solo queda soñar con estar en esa playa de Tailandia, con esa ropa, ese hedonismo permanente aplicado a la vida cotidiana que ocupa cómodamente el territorio de nuestros sueños.