8 de mayo de 2023
Sucesor de Isabel II, afronta una etapa marcada por el descrédito de la población con la monarquía en medio de urgencias políticas y económicas.
Londres. Carlos III con la corona de San Eduardo, en la ceremonia celebrada en la Abadía de Westminster, el 6 de mayo.
Foto: NA
Ante la mirada del mundo, y con un despliegue digno de The Crown –la serie más cara de la historia de Netflix–, Carlos III llegó a la Abadía de Westminster. Allí, posó su mano sobre el Santo Evangelio para jurar que defenderá la ley y la Iglesia de Inglaterra. Acto seguido, el arzobispo de Canterbury colocó en su cabeza la corona de San Eduardo, una reliquia de 1661 tallada en oro macizo y valuada en 4,5 millones de dólares. Tal como marca el protocolo, el monarca se dirigió luego al palacio de Buckingham para saludar desde el balcón a quienes todavía en 2023 –y aunque parezca toda una anacronía– continúan siendo sus súbditos. Así, después de más de 70 años de espera, Carlos Felipe Arturo Jorge se convirtió, ahora sí formalmente, en rey del Reino Unido.
El arcaico ritual, que se desarrolló el pasado sábado, reunió a unas dos millones de personas en las calles de una lluviosa Londres. Hubo más de 2.000 invitados, entre los que se encontraban celebridades y también varios líderes del mundo: el presidente brasileño Lula da Silva, el francés Emmanuel Macron y, por supuesto, el premier británico Rishi Sunak. El estadounidense Joe Biden pegó el faltazo y, en su reemplazo, acudió su mujer. Argentina envió a su embajador en el Reino Unido, Javier Figueroa.
La ceremonia fue transmitida casi en cadena por la televisión internacional y en especial por la argentina, siempre cautivada por el espectáculo monárquico. Sin embargo, a pesar de eso y de la multitudinaria presencia en las calles, no resultó tan atractiva para los propios británicos. No solo porque se trató, en realidad, de un mero trámite –Carlos ejerce como jefe de Estado desde septiembre del año pasado, cuando murió su madre–, sino por la grieta cada vez más ancha que generan estas ostentosas celebraciones entre la élite real y la gente de a pie, en un contexto de urgencias económicas y bolsillos flacos. Una encuesta publicada recientemente indicó que el 64% de las personas tenía poco o nulo interés por el tema. La indiferencia es aún mayor entre los jóvenes, donde el porcentaje asciende al 75%. Incluso hubo algunos eventos cancelados el mismo sábado por «falta de interés popular», según explicaron las autoridades locales.
Está claro que las cosas cambiaron respecto de 1953, cuando 27 millones de espectadores –sobre un total de 36 millones de habitantes– vieron la coronación de Isabel II por televisión. Eran otros tiempos, sobre todo para la imagen pública de la Corona, ya no tan valorada por los británicos como a mediados del siglo XX. Buena parte de la indiferencia o el rechazo actuales se explica por una cuestión generacional, pero también por el costo de sostener semejante institución en medio de los coletazos políticos, sociales y económicos que ocasionaron, en un período muy corto, el Brexit, la pandemia y la guerra en Ucrania. El país tiene actualmente la tasa de inflación más alta de Europa occidental, con un aumento del 20% en el precio de los alimentos y, como consecuencia, un progresivo deterioro en las condiciones de vida de millones de trabajadores y trabajadoras. Los más críticos de la realeza decían por estos días que la gente está más preocupada por el costo del pan que por el «pan y circo» de la coronación. De hecho, el uso de los llamados bancos de alimentos por parte de jubilados, docentes y familias en apuros alcanzó niveles record en el último año. Todo eso en el marco de una severa política de ajuste –aplicada por sucesivos gobiernos conservadores– que se viene topando de frente con el rechazo de los sindicatos: en febrero se dio la huelga nacional más grande de la última década.
Mientras, los miembros de la familia real continúan teniendo una vida de lujo, con fiestas privadas, viajes por el mundo, trajes de etiqueta, partidos de polo, palacios, limusinas, yates, joyas y más, mucho más. Se calcula que, en sus 74 años de vida, King Charles amasó una fortuna de 1.400 millones de dólares, apenas una pequeña porción de los 28.000 millones que ostentan las arcas de la Corona, una verdadera corporación con negocios en múltiples rubros. Cuando falleció su madre, y a diferencia de cualquier otro mortal, el exmarido de Lady Di estuvo exento de pagar el 40% correspondiente al impuesto a la herencia. Tampoco está obligado a dar detalles acerca de las inversiones que realiza, muchas de ellas en paraísos fiscales. Ante tanto privilegio resulta lógico que más de la mitad de los británicos (51%) haya opinado que el Estado no debería haber financiado la ceremonia de coronación, cuyo costo rondó los 125 millones de dólares. Otra vez, los jóvenes son los más reacios a seguir aportando para este tipo de eventos, con un nivel de rechazo que llega al 62%. Sin embargo, de las arcas públicas salió hasta la última libra para costear la fiesta real.
Lucha por la supervivencia
La gran incógnita es si, en este contexto, Carlos, el rey sin carisma, será capaz de recuperar algo de la simpatía que la monarquía supo despertar en el pasado. Según las últimas encuestas, el apoyo a la Corona pasó del 75% hace diez años al 62% en la actualidad. Y no pareciera que la situación fuese a mejorar a futuro: entre las personas de 18 a 24 años, ese respaldo cae al 36%. Muchos jóvenes creen que la monarquía es una institución irrelevante o, peor aún, que simboliza la injusticia. Así lo denunció durante la coronación el grupo antimonárquico Republic, que protestó pacíficamente con pancartas en las que se leía «no es mi rey». Varios de sus militantes terminaron detenidos.
Por si fuera poco, los escándalos familiares, casi telenovelescos –tan sabrosos para la prensa amarilla y que el propio Carlos protagonizó en el pasado– generaron aún más distancia entre la sociedad y los miembros de la Casa Real. Entre los invitados a la coronación estuvo, por ejemplo, el príncipe Andrés, hermano del rey, quien firmó recientemente un acuerdo extrajudicial para evitar un juicio por pedofilia. Fue abucheado cuando se dirigía hacia la Abadía de Westminster.
La popularidad de la institución incluso mermó en el extranjero. La monarquía británica aún reina en 15 países de la llamada Mancomunidad de Naciones, pero cada vez son más las voces que piden romper lazos con la Corona. Así sucede, por ejemplo, en Canadá y Australia. Ya en 2021 Barbados decidió seguir ese camino y convertirse en la república más joven del mundo. Dentro del Reino Unido también alarman los planes independentistas del Gobierno escocés, encabezado por Humza Yousaf, un republicano que está a favor de abolir la monarquía.
Siempre inquieto por los asuntos políticos, Carlos olfateó muchos de estos problemas incluso antes de convertirse en rey, cuando todavía estaba a la sombra de su madre. Al menos de la boca para afuera, en ese período de su vida sostuvo algunas posturas «progresistas» –para una institución tan conservadora como la que hoy lidera– y quiso impulsar cambios que promovieran la modernización de la monarquía con un fin muy concreto: que se doble, pero que no se rompa. Siempre, dicen, se topó con la negativa de Isabel.
En esa lucha por la supervivencia institucional también se mostró preocupado por cuestiones sociales y por causas en las que su predecesora jamás se interesó: el cuidado del medioambiente, el crecimiento de la islamofobia y los suntuosos gastos que genera la realeza al erario público. Algo que quedó muy bien retratado en la última temporada de The Crown, aunque de manera un tanto exagerada.
Ya designado formalmente rey, se sabrá si esas preocupaciones eran reales o si, más bien, solo pertenecían al imaginario mundo de la ficción.