31 de mayo de 2023
Marina Porcelli (Buenos Aires, 1978) estudió Historia en la UBA y fue becaria del Centro Cultural de la Cooperación. Entre sus libros se encuentran Cuaderno de invierno (novela corta, México, 2021), Nausica. Viaje al otro lado de la otredad (ensayos sobre género, Monterrey-La Plata, 2021) y La cacería (cuentos, México, 2016). En 2014 recibió el Premio de cuento Edmundo Valadés en México y mención en el Premio Casa de las Américas, Cuba, categoría ensayo.
Olor a tabaco negro. Su madre sobre la cama esa noche de junio, y Nina pensó, de pie frente al vidrio, en ese aire mezclado con el olor a cigarro del padre, que fumaba junto a Esther en el pasillo, ella pensó, al escuchar que su hermana se alejaba hacia la puerta y, descalza, salía a la noche y al frío, pensó que su hermana lo había heredado también. Los movimientos súbitos, la mirada floja, los colapsos. Nina pensó que no era solo el enojo, o esta especie de desconsuelo al ver el cuerpo de Leonor sobre la cama, sino también estaba el cansancio y el cansancio por la enfermedad y la repetición. Otra vez, los tres rodeaban a Leonor (¿y si de verdad ya no se puede levantar?), y a ese cansancio, ahora, Nina le sumaba algo más, algo como un alerta o una amenaza, que la obligaba a elegir, cierto, pero entre qué y qué. Desde sus trece años, exactamente, desde la tarde en que Nina entró a su dormitorio y descubrió que la madre le había cambiado la ropa de lugar (no la había ensuciado ni tirado al suelo, todo estaba en orden solo que de otra manera), Nina esperaba que su madre se explicara. Que dijera algo. Que lo afrontara. Pero pasaron cuatro años, y vino la mudez estúpida de cada colapso. Esther tampoco decía nada. Esta noche, había estado en cuclillas contra la pared en la otra esquina del corredor (y no había cambiado de postura en casi dos horas, de hecho, ni siquiera alzó la cabeza cuando su hermana dejó el cuarto y acompañó al médico a la entrada) y ahora, de golpe, necesitaba salir. Aislarse del enojo de Nina, y de la figura borrosa del padre, y de ese olor (a medicamento, a frío y a cigarro) y meterse en la noche: afuera. Ir hasta la jaula, la estructura grotesca que el abuelo había armado en la quinta no bien se instaló en Merlo, allá en el fondo de la historia familiar, y que llenó de pájaros y semillas y olor a mierda y chistes sobre la psitacosis. Irse. Algo que, verdaderamente, pensaba Nina, ella ni siquiera había intentado. Atravesar el parque, bajar por el camino de paraísos viejos, pasar cerca de la jaula y llegar al portón. Salir de esta casa por fin.
Desde la cama, los ojos de la madre esquivaron los de Nina y se fijaron en la puerta cerrada. La chica le dio la espalda de nuevo, pero con tanta brusquedad que tuvo que acomodarse el mechón oscuro detrás de la oreja. Después se cruzó de brazos y miró la noche de junio. Distinguió, allá lejos, la lamparita del portón de entrada, y a pesar de la penumbra alcanzó a ver también la jaula burbujeante de pájaros.
Cuando fue el primer colapso, Nina ya había cumplido quince. Al volver de la escuela, encontró a la madre de pie frente al sol de las tres de la tarde que se filtraba como podía por la persiana cerrada. Hace cuánto que está así, pensó. La mujer no saludó, no dijo nada, se giró de golpe y Nina vio que lloraba sin taparse la cara. Primero había sido lo de la ropa, luego una serie de comentarios raros («no me gusta tu cara cuando comés» o «a nosotros nunca nos dolió el estómago»), y después vino la secuencia en la que la madre acusaba a Nina de robarle los zapatos, un collar, una toalla, y nadie entendió a qué se refería hasta que esto también pasó. Y ahora Nina la encontraba llorando, en plena tarde, y sin responder. La mujer, literalmente, no habló durante semanas. A veces, sí, daba uno o dos gritos muy agudos, como un sonido atorado, como si berreara.
Una mano le rozó apenas el pecho cuando se aproximó a ella y quiso tomarla del brazo. Nina se dio vuelta con dificultad.
–Creo que te llama –dijo su padre.
Ella se acercó a la cama. Miró a su madre a los ojos.
–No, no es a mí –contestó–, quiere hablar con Esther.
Nina volvió a su posición junto al vidrio, en el borde del dormitorio. El movimiento del padre, en cambio, fue menos resuelto. Se detuvo un momento en el centro del cuarto, de perfil a la ventana y de perfil a la mujer. E inmediatamente habló, antes de salir otra vez a fumar al pasillo.
–Pero dónde está Esther –preguntó.
Ya en el patio, Esther detuvo la corrida para recuperar el aire. El frío de junio le lastimaba los pies, y la pajarera inmensa se recortaba frente a ella, como un monolito alucinado cerca de la casa. Esther no se movió. Vio, desde donde estaba, el contorno oscuro de la cara de Nina junto a la ventana, sus pupilas insomnes bajo los párpados, y más allá, en el vidrio del corredor, la mano lenta del padre con su continuo ir y venir hasta la boca, fugazmente iluminada por la brasa del cigarrillo. La chica se quedó inmóvil un momento más. La lamparita del portón de entrada era un punto oscilante, lejos. Después, el viento le raspó la frente y las mejillas mientras corría, y así agitada, Esther tomó uno de los barrotes blancos de la jaula. La destrabó. Pero ella no alcanzó a oír los alaridos que desencadenaron los pájaros sorprendidos, ni vio el aleteo o la velocidad de los movimientos, lo que sí sintió fue la aspereza del barrote contra la piel, el óxido y la frialdad.
Nina oyó el grito del primer pájaro y tuvo la impresión de que el animal se había filtrado dentro del cuarto. Fue como si el aire se hiciera pedazos y los alaridos tomaran la oscuridad. Los pájaros bordearon la casa con rapidez, y se perfilaron sobre el recuadro nítido de la noche, más allá, más lejos, hasta pasar la entrada. Enseguida, Esther apareció en la puerta de la habitación. Y Nina, girándose, al ver el gesto inútil de las manos del padre que en el umbral intentó contener a su hermana, detectó un quiebre nuevo, una ruptura, algo que se situaba en los ojos salvajes de Esther, en su modo brusco de desafiarla. Pero culpables de qué, pensó Nina. Estaba el fastidio al ver a la mujer en la cama, el enojo que no terminaba nunca y este no saber qué hacer o decidir. Esther, mientras tanto, se acercó a la cabecera de la cama. Corrió el pelo que cubría parte de la cara de la mujer, y con la otra mano, le tocó el cuello. Se inclinó y la besó despacio, en la frente. Los ojos de la madre se abrieron apenas y reconocieron a Esther. Un momento nada más. Después, sonrió. Esther también sonrió, se separó con lentitud y apoyó la espalda contra la pared. Fue deslizándose hasta acuclillarse otra vez en el suelo.
Antes, el padre había apagado el cigarro y se había quedado ahí, envuelto por el olor a tabaco negro, en el inicio de la habitación. Entonces el padre habló. Y esa sensación ambigua que obligaba a Nina a mantenerse enojada y a salvo junto a la ventana, fue demolida de un manotazo por lo que él acababa de decir. En el techo, los pájaros desarmaban sus caminos circulares.
–Ahora, hacete cargo de la casa –había dicho él, casi lo había ordenado.
Lo que pasó después, la sonrisa que siguió después, Nina iba a recordarla muchas veces. Se había dado vuelta y había buscado con los ojos a su hermana, un gesto nuevo, algo que ella pudiera entender, que la estabilizara entre tanta oscuridad. Pero Nina dio un paso hacia atrás. No quiero, pensó. Y en la penumbra le pareció que Esther sonreía de una manera tenuemente espantosa.