30 de junio de 2016
Tarde invernal. Ideal para cafés. La mesa, con asistencia perfecta. Enrique rompe el silencio.
–Che, Pedro, ¿qué tal tu taller de entusiasmo? ¿Siguen en la revolución de la alegría o la meritocracia tendrá que esperar al segundo semestre?
–¡Cada vez mejor! No hacemos nada, simplemente encendemos la tele ¡y nos ponemos a ver cómo encuentran dólares enterrados! Hay que esperar que germinen, florezcan, y en poco tiempo podremos vivir a la sombra de los verdes. A los dólares que crezcan les vamos a sumar los que lluevan, o sea, van a venir dólares de abajo y de arriba, para los argentinos de arriba.
–¿Y para los de abajo? –Enrique insiste.
–¡Esos no necesitan dólares! –explica Pedro–. ¡Dónde viste que la gente pobre necesite dólares! Tu querido general ya les dijo que no hacía falta ni siquiera que los vieran… Para ser pobre te alcanza con unos pesos; los ricos necesitan dólares.
Juan se mete:
–Necesitan dólares… ¡para ser ricos!
–Obbbvio –sigue Pedro–, pero es que los ricos quieren ser ricos. Entienden cuál es su destino y lo aceptan con hidalguía y resignación. ¡Si nos toca ser ricos, nos la bancamos con una sonrisa! En cambio los pobres siempre hacen despelote, son los que no saben hacerse cargo de su condición, siempre quieren lo que tiene el otro.
–¿Y la clase media? –Enrique y sus interrogantes.
–Uhhhh –Pedro saca a relucir sus conocimientos adquiridos en el taller–. Esos son los peores de todos, porque no son ni pobres ni ricos. Se parecen más a los pobres, pero quieren ser como los ricos. Si quisieran ser pobres el Estado los ayudaría mucho. Les daría todos los elementos que necesitan para lograr una pobreza adecuada, pero no, ellos desechan las oportunidades. ¡Se ve que no quieren ser ayudados! Prefieren ser ricos aunque dependan de sí mismos para serlo, a ser pobres con la ayuda del Estado.
En esto de las clases sociales, un maestro, este Pedro. Y, encima, parece que esa tarde se fue sin pagar su café.
(Ilustración: Hugo Horita)