5 de noviembre de 2025
Se realizó en el CCC el primer festival de cine enfocado en la economía solidaria. Historias de resistencia laboral, luchas ambientales y procesos comunitarios.

Debut. De La Vega, Meza, Bravo Gallardo, Córdova y Camilo Morales, integrantes de CALA.
Foto: Jorge Aloy
La sala Raúl González Tuñón del Centro Cultural de la Cooperación se volvió un refugio para quienes todavía creen que el cine puede apuntar a ser más que una industria: puede ser herramienta, puede ser comunidad, puede ser un modo de vida. Con ese espíritu se vivió la 1º edición del Festival de Cine Cooperativo (Fecico) –por sus características un encuentro único en el mundo– nacido de la mano de la Cooperativa Audiovisual Latinoamericana (CALA).
Todo empezó, como tantas cosas, desde la desesperanza. Mario Bravo Gallardo, integrante de CALA y uno de los impulsores del festival, lo cuenta a Acción: «Formamos el Fecico y lo empezamos a construir a partir de la desesperanza. Estamos –como cooperativa– en terapia intensiva: sin fondos, sin lugares, sin organismos estatales. Y, sin embargo, decidimos armar este espacio no solo cultural, sino político por sobre todas las cosas. Es como que nos tiramos al mar y no nos ahogamos. Flotamos».
Esa imagen –la de flotar juntos cuando parece que todo se hunde– atravesó los tres días de festival. Porque el Fecico fue eso: un acto de fe cooperativa en medio de una tormenta neoliberal. En tiempos de cierres, de vaciamiento, de ataque a la cultura, de sospecha hacia lo colectivo, CALA –junto a otras cooperativas audiovisuales que se sumaron– encendieron un proyector como quien enciende una fogata.
«La base del cooperativismo es una salida laboral», insiste Bravo Gallardo durante una de las charlas. «Es una herramienta para resolver la crisis laboral mundial». Lo dice con la serenidad de quien ya no necesita convencer, sino compartir una certeza.
Durante la producción de la serie documental Motriz Cooperativa: ¿Crisis laboral mundial?, CALA había recorrido experiencias a lo largo y ancho del país, descubriendo que el cooperativismo audiovisual estaba vivo, latiendo en los márgenes. El festival nació de esa ruta: una manera de reunir esas voces dispersas y, al mismo tiempo, de mostrar que no todo está perdido si el trabajo vuelve a pensarse como un hecho colectivo.
«Lo colectivo enfrenta hoy una persecución ideológica –reflexiona Gallardo–. Pero este festival es también un acto de resistencia. Otra forma de decir que un cine más justo, más horizontal, no solo es posible, sino necesario».
Curar, no competir
La programación del Fecico no se armó como una grilla de premios y jerarquías. Fue una curaduría coral, hecha desde la conversación, el intercambio y la empatía.
«Esto no es un festival competitivo –explica Beatriz Mesa, también integrante de CALA–. Buscamos una curaduría que pusiera en diálogo películas hechas por cooperativas o por grupos colectivos. Nos interesaba ese borde donde lo cooperativo se cruza con lo colectivo. No salir de ese marco, porque ahí está el corazón del festival».
Así, entre las pantallas del Centro Cultural de la Cooperación, convivieron historias de resistencia laboral, luchas ambientales, pueblos originarios y procesos comunitarios. La jornada inaugural presentó el cortometraje Motriz Cooperativa: ¿Crisis laboral mundial?, producido por la propia CALA, seguido de Camino de regreso y el largometraje De la resistencia a la existencia, con debate junto a su director Pablo Lecaros y miembros de la cooperativa Tiempo Argentino.
El martes fue el turno de Somos el río, del colectivo chileno Trashumante Audiovisual, y Danza o batalla, del grupo argentino VacaBonsai.
En ese sentido, el Festival de Cine Cooperativo se convirtió en un laboratorio de conversaciones sobre la producción audiovisual colectiva. En la charla «Estrategias de producción cooperativa», se dieron cita tres experiencias distintas pero hermanadas por el mismo principio: el cine como territorio de colaboración, no de jerarquía. Moderada por Camila, integrante de la Cooperativa Audiovisual Latinoamericana (CALA), la conversación se abrió con un reconocimiento explícito al público, ese otro actor que sostiene la película con su presencia y su mirada. «Cuando un colectivo hace una película, verla ya implica acompañar el proceso creativo», sostiene. Ese acompañamiento, en ese marco, se entiende como un acto político, tan importante como la realización misma.
Desde Chile, el colectivo audiovisual Somos el Río compartió sus estrategias: una cooperativa en el sentido más ético, incluso cuando la formalidad legal todavía no los abarca en su totalidad. «La horizontalidad –explican– es la brújula que guía cada decisión, cada distribución de recursos y cada planificación de proyectos». Su historia demuestra que la cooperación no es solo administrativa: es un modo de entender la creación, un pacto entre quienes comparten intereses, riesgos y entusiasmos.
Mil Volando, por su parte, narró una trayectoria de más de una década que combina heterogeneidad y compromiso. Integrantes migrantes, de la comunidad LGTB, con distintas formaciones y experiencias, encontraron en la cooperativa un espacio para dar forma a sus proyectos. La cooperativa no solo asegura contratos y acceso a fondos, sino que habilita la construcción de un lenguaje común, una identidad compartida. «Hemos transitado todo el camino del audiovisual cooperativo», cuentan, «y nuestra práctica no termina en la realización de piezas; se sostiene en la relación entre quienes producen y en el vínculo con las comunidades que retratamos». Las decisiones se toman en reuniones semanales, los roles se asignan según habilidades y experiencia, y cuando surge un conflicto o un proyecto urgente, se trabaja colectivamente para responder. Incluso la colaboración con otras cooperativas, en proyectos que cruzan lo social y lo documental, muestra que la cooperación no es un acto cerrado sino expansivo, un tejido que se extiende más allá de los muros de la propia organización.
La discusión abordó también los desafíos: el financiamiento, la precarización de los fondos públicos, la crisis de muchas cooperativas, y la urgencia de construir redes formales que permitan sostener estas experiencias. «La forma legal brinda protección, pero lo central es la necesidad de comunicar y generar estrategias colectivas», sintetiza Florencia Mujica, de CALA. En esa frase, se condensa el corazón del cooperativismo audiovisual: no se trata solo de producir cine, sino de producir colectivamente.
Entre relatos de protestas filmadas en tiempo real, cineclubes itinerantes, documentales sobre conflictos ambientales y series sobre energía y agroecología, se delinea una práctica que combina militancia, aprendizaje y creación. La cooperación no se reduce a un modelo económico: es un modo de existir en el mundo audiovisual. Al final de la charla, la impresión es clara: las cooperativas no solo hacen cine; reinventan los modos de producirlo. Sus integrantes regresan a sus territorios con la certeza de que el cine colectivo es, sobre todo, un acto de cuidado mutuo, de construcción de comunidad y de resistencia frente a un modelo industrial que muchas veces ignora la experiencia de los que crean juntos. La cooperación, entonces, no es solo una estrategia de producción: es la condición misma para que historias invisibilizadas puedan encontrar voz y pantalla.

Sala Tuñón. Durante tres jornadas, espectadores y realizadores compartieron detalles sobre el quehacer cinematográfico colectivo.
Foto: Francisco Cordova
Las voces del colectivo
«Uno de los criterios –explica Florencia Mujica– es recuperar el trabajo de los grupos audiovisuales, más allá de la figura legal de la cooperativa. Por eso nos parece importante vincular las experiencias del pasado con las del presente: desde Cine de la Base encabezado por Raymundo Gleyzer hasta las cooperativas actuales que siguen filmando en condiciones adversas». La participación de manera online de Juana Sapire, sonidista de Cine de la Base, fue un guiño histórico: el festival no solo mira hacia adelante, sino también hacia atrás, a esas raíces de un cine colectivo que se gestó en la resistencia.
«Hoy necesitamos del compañerismo, de los valores de solidaridad», suma Florencia de la Vega, otra de las integrantes de CALA. «El cooperativismo no es solo una salida laboral: es una forma de vida. Le gana al individualismo. En estos tiempos, el trabajo cooperativo se vuelve necesario».
Luego añade algo que resuena entre los asistentes: «Pero el cooperativismo requiere del apoyo del Estado. No podemos navegar solos en un mar gobernado por el mercado. Sin inversión pública, el capitalismo te come vivo. Necesitamos políticas que fortalezcan lo colectivo, no que lo asfixien».
Una casa y una causa
El Centro Cultural de la Cooperación (CCC) fue la casa ideal para esta primera edición. No solo por su historia ligada al movimiento cooperativo, sino porque el vínculo entre el CCC y CALA viene de años: «Hicimos el video de los 20 años del CCC, el de los 65 AÑOS del Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos. Somos como de la casa», dice Mario Bravo Gallardo.
Por eso, en cada una de las proyecciones, el clima es más de comunidad que de festival. Después de cada función, nadie se levantaba rápido. Las luces volvían, y los asistentes se quedaban a debatir, a contar sus propias experiencias, a preguntar cómo formar una cooperativa audiovisual.
No hay otro festival que se dedique exclusivamente al cine cooperativo como el Fecico. «Somos pioneros», dice Beatriz Mesa. «Y esperamos que este sea el primero de muchos».
Esa certeza –la de que están abriendo un camino– se respiró en cada detalle de esta primera edición. Desde la entrada libre y gratuita hasta la forma en que se presentaron las películas: sin distancia entre quien filma y quien mira.
El cierre del miércoles 22 se vivió una pequeña celebración continental: Uruguá, Río de los Caracoles, de la cooperativa misionera Rastrojera; Pasos de lucha, de la Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua (Fucvam); y el largometraje Elogio de la rebelión, de Fernando Krichmar, sobre el cine piquetero de los 90 y 2000 con imágenes inéditas y grabadas de manera artesanal durante el 19 y 20 de diciembre de 2001.
La charla final con los directores Fernando Krichmar, Gato Martínez Cantó y Omar Neri acompañados por Juana Sapire a través de Zoom desde su casa en Nueva York fue un momento en el que quedó claro que «el cine es colectivo o no es».
«Cuando no hay un mango, igual se puede construir», dice Bravo Gallardo durante el cierre. «Porque lo que impera es el colectivo. El cooperativismo tiene que ver con eso: con un grupo de personas que, en la síntesis del colectivo, se hace una sola. Y ahora, con esperanza, ya empezamos a trabajar la segunda».
El Fecico terminó como había empezado: con un aplauso largo, sostenido, que no se apagó al terminar la función. Afuera, la Ciudad de Buenos Aires seguía con su ritmo frenético. Adentro, los integrantes de CALA se abrazaron, agotados y felices, conscientes de haber encendido algo más que un proyector.
